ENVÍO
RAFAEL / SÁNCHEZ SAUS | ACTUALIZADO 21.08.2014 - 01:00
Julia en agosto
ESTOS días de agosto, a la sombra de la gran fiesta de la Asunción, son un remanso en el que la vida pareciera dispuesta a dejarse caer con la pesadez de un gigantesco párpado. Nuestros mayores también sentían eso, sin necesidad de echar persianas metálicas ni evadirse a las playas, cuando después de los fuertes trabajos de la siega, con sus alegres noches sobre las parvas y bajo las estrellas, recogido el fruto del sudor y de la tierra, celebraban a la Madre de Dios, arrebatada al cielo en cuerpo y alma una vez cumplida su fecunda misión en el mundo. Un culto que data en Occidente nada menos que del siglo XII, situado en el momento del año en que hombres y naturaleza parecen de acuerdo en tomarse un merecido descanso. Días de pleno agosto en los que, sobre el vacío de las rastrojeras, en el silencio de la dehesa o el pinar, sólo la chicharra sigue ahí para dar testimonio de la canícula.
Eso parece, y tal vez sea verdad que la vida se retrae en las ciudades semicerradas, en los pueblos sesteantes, pero no es así en las viñas en las que se dora la uva, en los olivares y encinares que preparan sus frutos tardíos, tan visibles ya entre las ramas. No es así tampoco para los jóvenes abejarucos que estrenan su vuelo en la sinfónica algarabía de la bandada, presintiendo y anhelando el cercano viaje al gran sur. Y no es así, sobre todo, porque por uno de esos misterios que nadie ha explicado aún convincentemente, las semanas que siguen a la Asunción y hasta entrado el otoño son aquellas del año que más niños eligen para nacer, aquí y en todas partes, como si la fecundidad se rigiera por códigos universales y secretos que ordenaran lo menor y lo más grande. El fruto del vientre, la gran bendición de Dios sobre nuestras vidas, ama estos días agosteños y nos trae toda la alegría de la creación que sigue riendo sin descanso ni pausa vacacional. Y entre tantos y tantos bienes pero superior a todos, también Julia nos ha nacido en estos días para que así nunca más volvamos a creer que agosto y agostarse son otra cosa que dos palabras absurdamente asociadas, para que siempre recordemos que la gran verdad de agosto no está en su sólo aparente sequedad de muerte, sino en la renovación jugosa, escondida en lo hondo, visible sólo cuando llega su hora, que el amor hace siempre posible. Eso, a fin de cuentas, es lo que llamamos vida.
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