Propuse a mis alumnos de un curso de literatura que leyesen Léxicofamiliar de Natalia Ginzburg. Queríamos analizar, a partir del libro, el amor familiar. Son las memorias de los Levi, escritas por la hija menor, que luego adoptaría el apellido de su marido. El recuerdo se construye a partir de las frases que se repetían sin cesar en casa: "Esas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asirio-babilonios: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar".
Esta vez mi recomendación fue un fracaso. El libro no gustó. Quedé desconcertado, con mi entusiasmo sin estrenar y hora y media de clase por delante. ¿Qué había pasado? Pues que el sentido del humor de aquella familia no había terminado de hacerles gracia. De hecho, estaban escandalizados.
Verdad que el padre vocifera y suelta unos insultos como de capitán Haddock. A mí me hace gracia y a sus hijos tenía que hacérsela, puesto que recordaban aquellos exabruptos como su latín y base de su unidad familiar. La casa, además, estaba siempre llena de amigos, lo que compagina mal con el tipo de un déspota. Pero, para la política mente correcta, era un escándalo un hombre gritando por los pasillos: "¡Todos vosotros sois unos megalómanos!; ¡No seáis palurdos! [La gama de las palurdeces era muy amplia]; Os aburrís porque no tenéis vida interior; ¡Qué intolerantes sois todos!; ¡Estoy harto de ese vaniloquio vuestro!, etc."
Yo quería explicar que en esa familia cada uno quiere ocupar su papel ideal (el padre, el de la autoridad), pero son tan ideales que no llegan y entonces, como don Quijote creyéndose caballero andante, han de conformarse con la ternura de una parodia heroica. Sin embargo, no estaba el horno para bollos. Cuando hay varios sentidos del humor son como idiomas distintos.
Aunque por suerte, dimos con un punto de acuerdo. Te haga gracia o no, está claro que aquella familia creció (y los hijos lo hicieron sobresalientemente) sin miramientos por la autoestima, sin llevar a nadie al psicólogo (y con ojos del siglo XXI había motivos), sin complejos ni resentimientos. Sólo con naturalidad y amor. Aunque fuese por ese golpe de aire fresco, merece la pena. Si encima te mondas, miel sobre hojuelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario