No es casualidad que los tres escritores más grandes, Dante, Cervantes y Shakespeare, escribiesen desde la inmensa amargura de ver cómo la política se derrumbaba. Dante, tras unos prometedores inicios en el gobierno de Florencia, fue perdiendo la fe en unos y otros y acabó exiliado, militando en un partido formado exclusivamente por sí mismo. Dijo (y tal vez creyó) que cruzaba el infierno, el Purgatorio y el Paraíso por Beatriz, pero el lector percibe que escapa, sobre todo, de una política chata y de unos funcionarios y unos clérigos corruptos. Aunque le dan lástima, le consuela encontrárselos -a los mentirosos, a los ladrones, a los egoístas, a los sembradores de división, a los traidores- a cada cual en su sitio.
Don Quijote pierde la cabeza leyendo novelas de caballería, en los laberintos del deseo, aunque cualquier lector nota que la melancolía de su aventura se debe, más que nada, a que los ideales nobles han dejado de tener cabida en el mundo. A quien todavía sueña en sostenerlos se le considera un desequilibrado. Don Quijote es una sátira que es, entre carcajada y carcajada, una elegía pública y moral.
A Shakespeare no le entiende quien ignora su profunda hostilidad hacia la modernidad, que le atacó por la espalda. No sólo es que en Inglaterra se persiguiese a sangre y fuego a sus parientes y amigos católicos. Shakespeare fue un amante despechado del viejo orden y jamás dejó de criticar, más o menos veladamente, la concepción maquiavélica del Estado. Le resultaba inconcebible que el rey no estuviese sometido a principios superiores, como para nosotros ahora que el Estado de Derecho no impere sobre el sentimentalismo, la demagogia y los conchabeos.
Lo que ocurre en Cataluña, la indefensión de la nación española, la irrisión de la Constitución y las ofertas de tres por dos de indultos electorales me dejan en un estado de ánimo que me permite entender, salvando las distancias, a Dante recorriendo los círculos del Averno o a Don Quijote evocando tiempos de mayor gallardía o a Shakespeare prediciendo el ruido y la furia del cuento contado por un idiota donde inexorablemente desemboca tanta rebelión gratuita, mimética y desbocada. No podré escribir unas obras incorruptibles para contraatacar, como hicieron ellos, pero los encantadores no podrán quitarme ni el ánimo ni el esfuerzo ni el placer contestario de leer a los tres grandes, que sabían de qué hablamos.
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