Familias que salen adelante unidas, que ayudan a otras familias, y que se dejan ayudar. En esta carta, el Prelado propone algunas líneas para seguir cuidando de la familia, lugar nativo del amor.
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Como ha recordado el reciente Congreso general[1], en las últimas décadas la familia ocupa un lugar destacado entre las prioridades de la Iglesia y, por tanto, de la Prelatura. Con estas líneas querría detenerme de nuevo, brevemente, en este apostolado tan urgente y necesario.
Es patente que muchas personas ven hoy como un modelo más, e incluso cuestionan como una concepción arcaica, lo que en realidad es el designio de Dios para la unión del hombre y la mujer. Sin embargo, debemos llenarnos de esperanza: la luz de la verdad sobre la familia está inscrita por Dios en el corazón humano, y por eso se abre y se abrirá camino siempre en medio de las tormentas.
Cada familia, con su empuje e ilusión por salir adelante unida, «vuelve a entregar la dirección del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios»[2]. Al pensar en esta realidad, me vienen a la cabeza unas palabras de san Josemaría: «Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser antinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen. –Pero comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad»[3]. No perdamos la serenidad y las fuerzas lamentándonos ante las dificultades que atraviesan tantas familias, y la misma institución familiar. Procuremos proteger y promover, con fortaleza y profesionalidad, la familia cristiana: algo que no es solo nuestro, sino que pertenece a Dios, y a las generaciones que vienen y vendrán.
La familia y el matrimonio son un camino de santidad: «¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación matrimonial”? –Pues la tienes: así, vocación»[4]. Vocación a la santidad, que es felicidad. La familia es el lugar nativo del amor; es el primer lugar en el que se hace presente en nuestras vidas el Amor de Dios, más allá de lo que podamos hacer o dejar de hacer: «Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1 Jn 4,19). La paternidad y la maternidad nos dicen quiénes somos, cada una y cada uno: un regalo de Dios, un fruto del Amor. En medio de las mil dificultades que pueden surgir en la vida de una familia, saberse y saber que los demás son un regalo de Dios nos impulsa a quererles más. Y la sociedad requiere siempre ese amor sin condiciones.
Más que en otras épocas, se nota hoy, a todos los niveles, la urgencia de asistir a las familias con mayores dificultades. No se nace sabiendo ser padre o madre, marido o mujer: conviene formarse y ayudar a formarse a otros esposos y padres. ¡Familias que ayudan a otras familias! Con la experiencia que da la vida familiar, se puede colaborar eficazmente en ese campo inmenso de la obra de misericordia que es enseñar al que no sabe. Sin “dar lecciones”, con naturalidad, ¡cuánto se puede hacer para preparar bien a los matrimonios y seguir a los recién casados, o a quienes pasan por un mal momento! Además, a veces la familia en dificultad podría ser la de alguno de vosotros; será entonces el momento de abrir el corazón y de dejaros ayudar, con la misma sencillez con que habéis apoyado a otros.
Pensad también, con corazón grande, cómo ayudar a quienes se encuentran en las así llamadas situaciones irregulares. El Papa Francisco ha reafirmado que la doctrina no cambia[5], pero urge a mejorar la atención de estos hermanos y hermanas, a los que es preciso acompañar con una mirada más cercana, de acogida y discernimiento, que les facilite superar esas situaciones, con la gracia de Dios.
Fijaos en el diálogo de Jesús con la Samaritana (cfr. Jn 4,1-45). Aquella mujer, aun estando lejos de Dios, empezó a rezar sin saberlo: se puso a hablar con Dios, que se hizo el encontradizo, y le fue llevando poco a poco, hasta poner su historia en su verdadera luz. La Samaritana no se queda sola ante su herida: está, a la vez, ante la mirada amabilísima del «Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 1,3-4). El Señor nos llama a ser para todas esas personas –a pesar de nuestra poquedad y miseria personal– transmisores de su cercanía y su consuelo.
Interesa, en todo caso, que tratemos de llegar antes: «Aprender a amar a alguien no es algo que se improvisa (…). En realidad, cada persona se prepara para el matrimonio desde su nacimiento»[6]. Os recuerdo que en las actividades apostólicas con gente joven conviene tratar de la belleza del celibato apostólico, y también de la vocación a formar una familia cristiana, abordando con creatividad los distintos aspectos del noviazgo y del matrimonio[7]: testimonios de familias; cursos de orientación familiar para solteros, conferencias, proyecciones, lecturas; actividades para padres en los colegios; colaboración en las parroquias; promoción de diversiones que puedan ser el origen de futuros matrimonios cristianos, etc.
Quienes os encargáis más directamente de las actividades de formación, pensad que la mejora de cada familia tiene un efecto multiplicador en la sociedad. El atractivo de una familia cristiana se contagia: «Con el testimonio, y también con la palabra, las familias hablan de Jesús a los demás, transmiten la fe, despiertan el deseo de Dios, y muestran la belleza del Evangelio»[8].
Encomendemos a la acción callada y fecunda del Espíritu Santo esta serena e inmensa tarea familiar. Os bendice con todo cariño
vuestro Padre,
Roma, 4 de junio de 2017, Solemnidad de Pentecostés
[1] Cfr. Carta pastoral, 14-II-2017, nn. 21, 31.
[2] Francisco, Audiencia, 2-IX-2015.
[3] San Josemaría, Surco, n. 864.
[4] San Josemaría, Camino, n. 27.
[5] Cfr. Francisco, Ex. Ap. Amoris laetitia (19-III-2016), n. 300.
[6] Francisco, Amoris laetitia, n. 208.
[7] Cfr. Carta pastoral, 14-II-2017, n. 25.
[8] Francisco, Amoris laetitia, n. 184.
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