Aniversario del fallecimiento de Alexander Solzhenitsyn
[Publicada en el número 607 el 18 de septiembre de 2008] Silencio: ésta es la repercusión que ha tenido en España la muerte de Alexander Solzhenitsyn. Y es que el autor de Archipiélago gulag y bestia negra del comunismo en todo el mundo nunca tuvo mucho predicamento entre la progresía oficial de nuestro país
Lunes 4 de agosto de 2008. Se acaba de conocer la noticia de la muerte de Alexander Solzhenitsyn. Se esperaría un análisis o un programa de televisión en memoria del autor de Archipiélago gulag y voz de alarma sobre las atrocidades del paraíso comunista de la URSS. Sin embargo, La 2, de Televisión Española, emite el documental de Oliver Stone Comandante, en el que el cineasta norteamericano ensalza al dictador comunista cubano Fidel Castro. Pocos días después comenzaría el empacho del Ché Guevara en nuestro país, gracias a la película Ché, el argentino, protagonizada por Benicio del Toro. ¿Y de Solzhenitsyn? Nada de nada. Son las cosas del pensamiento único, que no digiere bien a los disidentes.
El mal trago de nuestro país con el autor de Archipielago gulag viene de lejos. En 1976 visitó España y la inteligentsia de izquierdas se le echó encima. El escritor Juan Benet llegaría a decir: «Creo firmemente que, mientras existan personas como Alexander Solzhenitsyn, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexander Solzhenitsyn no puedan salir de ellos». Era difícil de aceptar la idea de un paraíso comunista manchado con la muerte de millones de personas en los gulags creados por Stalin, tal como denunciaba el escritor ruso.
En su visita a España, Solzhenitsyn concedió una entrevista en el programa de José María Iñigo en la que, aparte de detallar las barbaridades cometidas por el poder soviético, denunciaba el doble rasero de la opinión pública occidental, que «se indignaba mucho más por cinco terroristas españoles que por el aniquilamiento de sesenta millones de víctimas soviéticas». Y es que, como siempre, Solzhenitsyn tuvo muy claro su papel de pepito grillo en la conciencia de todos los que querían escucharle. En aquella entrevista denunciaba: «Hoy, naturalmente, la idea de vuestros círculos progresistas es obtener cuanta más libertad se pueda, colocar cuanto antes a vuestra sociedad al nivel de los demás países occidentales europeos. Pero yo quisiera recordarles que, en el mundo de hoy, en nuestro planeta, los países democráticos ocupan una islita, una parte muy reducida. La mayor parte del mundo se encuentra bajo el totalitarismo y la tiranía».
Visionario, Solzhenitsyn, en aquel año de 1976, ya advertía sobre los peligros a los que nos enfrentamos ahora en España: «El que tenga perspicacia, el que además de la libertad ame también a España, debe pensar en el pasado mañana. Y vemos que el mundo occidental está debilitado, ha perdido su voluntad de resistencia. No hay voluntad de resistencia, no hay responsabilidad en el uso de la libertad. La civilización occidental contemporánea puede definirse no sólo como sociedad democrática, sino también como sociedad de consumo, es decir, como una sociedad en la cual el sentido principal de la vida está en recibir más, en enriquecerse más». Señalaba también que el comunismo y el Occidente moderno, con el que estábamos ilusionados y al que estábamos despertando en aquellos años de comienzo de la democracia, parecían «sistemas opuestos, pero sin embargo están en realidad emparentados, reposan sobre una base común, que es el materialismo. Esta base común viene durando ya trescientos años. El mundo occidental está en crisis, que no consigue superar, pero no es una crisis del siglo XX. La Humanidad lleva ya una larga crisis, desde que la gente se apartó de la religión, se apartó de la fe en Dios, dejó de reconocer cualquier poder superior a sí misma, adquirió una filosofía pragmática, esto es: hacer sólo lo que resulte útil, beneficioso, guiarse sólo por intereses materiales y no por consideraciones de moralidad superior. Este espíritu se ha ido desarrollando paulatinamente y ha desembocado en una crisis que, insisto, no es política, sino moral».
Era el año 1976, empezaba la democracia, corría de boca en boca la palabra Libertad. Más de treinta años después, aquí nos siguen hipnotizando el Comandante, el Ché y su divina presencia.
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Sereno y rezando ante la muerte
Nikita Struve, editor y amigo de Solzhenitsyn, entrevistado por Le Nouvel Observateur, ha contado que la última vez que se vieron, dos meses antes de la muerte del escritor, «estuvo muy afable. Había perdido la movilidad de su brazo izquierdo, pero trabajaba tres o cuatro horas al día. Lo que me sorprendió fue la extraordinaria luminosidad que emanaba de él. La muerte no le asustaba; la tenía muy presente en sus oraciones. También me sorprendió su humor y cómo era capaz de tomarse a broma su salud y exageraba sus enfermedades. Seguía inquieto por los problemas de su país, como el problema demográfico o el problema de la moralidad. Pero, en los últimos tiempos, ya no hablaba más de los grandes problemas. Tenía en mente la muerte. Estaba sereno».
Más allá, más alto
Stephane Courtois, director del centro nacional de investigaciones científicas francés (CNRS) y autor de El libro negro del comunismo, tras la muerte de Solzhenitsyn se ha referido a él como «uno de los más grandes escritores del siglo XX. Sus libros son ya unos clásicos. Son obras de un historiador, además de un formidable testimonio de lucidez y de coraje. Solzhenitsyn permanecerá como el hombre que se atrevió a decir No a uno de los totalitarismos del siglo XX».
Pero la concepción de la figura de Solzhenitsyn como un mero disidente político o como un buen escritor, en realidad, no le hace justicia. Su voz, además de alertar sobre las matanzas en el gulag soviético, o sobre el lento suicidio del alma en Occidente, apuntaba más allá. Más alto. Señalaba el olvido de Dios como el origen de la angustia de la Europa del siglo XX y, cabe decir, del siglo XXI. Al final, él afirmó en su discurso de Harvard: «Nadie, en todo el mundo, tiene más salida que hacia un solo lado: hacia arriba».
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