Si el hombre lleva a Dios consigo, no puede llevarlo tan oculto que no le aparezca; ese Dios íntimo, que penetra hasta lo más recóndito de su ser, debe salir a su exterior.
Y así ese Dios que cuando el hombre tome conciencia de las maravillas de su vida, la convierta en una vida de maravillas.
Maravillas de gracia y de amor; maravillas de generosidad y entrega; maravillas de donación y de ofrenda, maravillas de consagración y de comunión.
Comunión con Dios y con los demás hombres; comunión con la naturaleza y con todo el cosmos. Con ese cosmos exterior que los rodea y con ese cosmos íntimo que vive en su interior.
El hombre, así, se habrá convertido en un ser de profundidad, de dimensiones múltiples; así llegará a ser el constructor de sí mismo y el hacedor de un nuevo mundo, de un nuevo estado de cosas, en el que reine el orden y la jerarquización de valores.
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