martes, 12 de junio de 2018

NADIA Y YO; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



"Cuando no sé qué hacer, juego a los dados", dice un poema de Julio Martínez Mesanza. Yo, cuando sé muy bien lo que tendría que estar haciendo pero no tengo ganas, leo perfiles de los nuevos ministros. "El 'pecadiño' de juventud de Nadia Calviño, la ministra estrella que vino de Europa", titulaba El Mundo. Me he resignado a leerlo sin morbo alguno, porque estaba seguro de que el "pecadiño" no sería pecado, sino algo como tomar helado o saltarse algún día el gimnasio, que son los pecados de la posmodernidad.

Sin embargo, he dado un respingo. El pecadiño de Nadia lo cometí yo. El mismo día del mismo año y en una circunstancia idéntica. 

El miércoles, 12 de marzo de 1987 a ella le faltaban siete meses para ser mayor de edad y a mí diez meses y un día, pero ambos estábamos ya en la lista de electores. Era el referéndum de la OTAN. En Madrid, ella se acercó a votar y votó y se montó un revuelo. Yo, en El Puerto, me acerqué a votar y voté y se montó un revuelo. El presidente de la mesa electoral de Nadia, lo recogió en acta. Yo no sé qué hizo el de mi mesa electoral. Allí estaba, por suerte, el padre de un amigo y mantuvo la calma y dejó que me fuese, diciendo a diestro y a siniestro: "Chiquilladas, chiquilladas …". No tengo ni idea de lo que votó Nadia, aunque lo elemental, querido Watson, es que votase lo contrario que yo. De modo que 21 años después he descubierto que nuestros dos votos se anularon y se restableció el equilibrio en el universo... democrático.

La crónica cuenta la anécdota, pero, como yo la viví, puedo añadir que detrás había mucha pasión política, además del gusto adolescente de crecer e ir quemando etapas aunque fuesen apenas las de un censo electoral. Me pregunto si habrá muchos jóvenes de 17 años ahora en España que, al ver un resquicio burocrático, sientan irreprimibles deseos de lanzarse a por la urna, con una fe en el voto que quizá, tras tantos desengaños, se haya perdido mucho en todos, adolescentes, jóvenes o mayores. Nadia tendría y tiene ideales distintos a los míos, pero quizá haya mantenido, como le deseo, un poco de aquel viejo ardor idealista. Yo todavía mantengo mi pábilo vacilante. Ella también, supongo: ha renunciado a un sueldo que era una fortuna por ser ministra de España.

Con la solidaridad que da haber vivido la misma travesura anarquistoide, le deseo suerte, acierto, coherencia y tesón. Los de ella los vamos a necesitar todos.

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