sábado, 13 de enero de 2018

FORENSES; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



Nunca me han gustado las series de forenses. Así que imagínense ustedes en la realidad. En ese estudio del cuerpo de la víctima hay algo que linda con lo macabro. Ojo, que no digo que traspase esa linde o que su función no sea tan imprescindible que justifique tanta observación intrusiva y milimétrica de unos restos que, por humanos y por las circunstancias, tendrían que ser casi intocables y, en todo caso, venerables.

Con esos precedentes, no extrañará a nadie que escuche las noticias escabrosas sobre las investigaciones forenses de Diana Quer con un enorme desagrado y mucha desazón. Multiplicado por esa necesidad legalista de encontrar indicios de violencia (para descartar el accidente que alega el supuesto culpable) y de hallar indicios de agresión sexual (para poder imputar lo que todos pensamos). Que el sentido común, el conjunto de las evidencias, la ocultación del cadáver, los precedentes del individuo, la causa de su detención, que todo eso, no cuente casi nada si no hay indicios fácticos evidentes, me subleva. Que la pena de cárcel pueda variar de una forma muy considerable en un caso o en otro, dependiendo del análisis pormenorizado de un cadáver que no deberíamos sino enterrar con todos los honores, me espanta. Yo sería partidario de una justicia más intuitiva, más expeditiva y más lógica. 

Sin embargo, la vida es tan compleja que muchas veces nos tenemos que quitar la razón a nosotros mismos. Esto quiere hacer esta columna, escrita contra mí, contra mis sentimientos. El trabajo de los forenses resulta espeluznante, el presunto culpable tiene todas las papeletas de serlo, los antecedentes son abrumadores, las circunstancias, explícitas, y todo, pero el Derecho, los forenses y la judicatura hacen muy bien en llevarme la contraria. Aplicar todas las garantías, incluso las milimétricas y puntillosas, para que ningún inocente pague ni un día de cárcel que no le corresponda, bien merece todas mis contradicciones internas y la voladura controlada de mis prejuicios, uno a uno.

Aplaudo, pues, contra mis reflejos e instintos, el trabajo de los profesionales que velan porque se esclarezca la verdad sin dejarse atrás ni una sola garantía. Y quiero, entre tantas noticias irremediablemente desagradables, dejar constancia de la sacralidad del cuerpo de la víctima, que hace un sacrificio más (¡todavía!) por la justicia de un sistema que, al final, tiene que dársela.

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