domingo, 14 de mayo de 2017

OBRAS DEL PADRE RUPNIK: CAPILLA DE LA "CASA DE ENCUENTROS CRISTIANOS" EN CAPIAGO


CAPILLA DE LA «CASA DE ENCUENTROS CRISTIANOS» EN CAPIAGO
Via Faleggia 6 - 22070 Capiago (CO) - Italia
Vista panorámica
Capilla de la «Casa de encuentros cristianos»
Capiago (CO) - Italia
Febrero 2006
 
Esta capilla, realizada en febrero de 2006, está en la «Casa de encuentro cristianos» de Capiago, gestionada por los Padres Dehonianos, cuya espiritualidad está inspirada en el Sagrado Corazón, símbolo del amor del Padre en busca del hombre.
El mosaico se realiza en cinco escenas de conjunto, cuatro de los cuales rodean la escena central que es el de la Crucifixión.
En la pared de la derecha, se encuentran la Anunciación y la unción de Betania (más cercana a la Crucifixión).
En la pared izquierda, la Natividad (enfrente de la Anunciación) y el encuentro de Jesús con la Samaritana.
La Anunciación
Capilla de la «Casa de encuentros cristianos»
Capiago (CO) - Italia
Febrero 2006

La Anunciación
Dios, para recuperar a su criatura -el hombre-, elige convertirse en esa criatura, es decir, elige encarnarse y hacerse hombre a través del seno de una mujer. Esto no se entiende con una lógica totalmente humana, y por eso, dogma de la Encarnación, que encierra otro enfoque, el de una inteligencia diversa, nos obliga a hacer un salto en nuestra mente y a considerar el mundo divino como más verdadero. Según su lógica, una concepción puede suceder también de una manera más allá de las leyes físicas, por las cuales la fecundación es posible sólo según un acoplamiento carnal.
Esto significa dar más peso a lo divino y a su lógica más perfecta que la nuestra, aunque estamos acostumbrados a ver el mundo desde un punto de vista sólo humano, dentro de la cual no se puede razonar para entender la encarnación de Dios y la virginidad de María. Cuando María, sin entender lo que el ángel le dice, responde: «fiat», «hágase», significa que hace un salto de mentalidad, que se orienta según la lógica de Dios, no la suya; significa que cree más a Dios y a lo que dice a través del ángel, que a sus ideas, a sus incomprensiones, a sus dudas y a sus temores.
María es representada exactamente en el momento en que llega el ángel, momento del que en el Evangelio se dice: «Ella se turbó» (Lc 1:29). No mira al ángel que viene y abre el rollo del Verbo. Aquí, María gira el rostro a a otra parte y el brazo le cae, como si dijera: «Yo no entiendo bien, pero... hágase». El ángel sostiene el ala para no hacer ruido, porque ya ella está turbada. Se representa en blanco sobre blanco para mostrar la ternura de Dios, lo ligero del mensaje de Dios, que no es impetuoso, sino, aun llevando «de sorpresa» es delicado, de manera que el hombre pueda aceptarlo. Por eso María se fía y puede comenzar a tejer con el hilo rojo la carne a la Palabra de Dios. Entonces, si hasta ese momento la Palabra se escuchaba, a partir de ese momento se puede contemplar. Por eso se dice que, para escuchar la Palabra de Dios, tenemos que tener buenos ojos, no oídos, porque la Palabra se ha hecho imagen: es necesario verla.
E’Por un acto de fe, de reconocimiento del Otro, de confianza en Él, María dice: «He aquí la esclava del Señor». Y, como la sierva, está totalmente orientada a su Señor.
El nacimiento
Capilla de la «Casa de encuentros cristianos»
Capiago (CO) - Italia
Febrero 2006

La Natividad
Desde el «sí» de María, dado en confianza, dicho en la comprensión del corazón, del todo y no sólo con la cabeza -que por sí sola no podía entender- llegamos a la escena de la Natividad en la que Dios se encarna y se hace hombre, asume la humanidad, no en abstracto, sino en la concreción de un cuerpo. Es importante, entonces, destacar que lo que es típicamente humano -el cuerpo- es también típicamente espiritual, porque Dios se hizo hombre.
Su «sí» al ángel lleva a María a poner a este niño en el pesebre, que se indica explícitamente como la gruta de la tumba, porque Él nace para morir, porque para alcanzarnos en nuestra muerte Él debe morir. Y es también a partir de la intuición de que «sí» como María custodia la certeza de la verdad de esa comprensión intuida por amor y no por lógica.
En la escena también vemos a José que, en su silencio y en la lógica del corazón, da prioridad a Dios hasta el punto de acoger a ese Hijo como hijo suyo y acompañarlo durante toda la vida.
Jesús con la Samaritana en el pozo
Capilla de la «Casa de encuentros cristianos»
Capiago (CO) - Italia
Febrero 2006

El encuentro entre Cristo y la Samaritana.
La samaritana, en las representaciones antiguas, llega usualmente un recipiente que alguien explicó que era una urna funeraria con la que sacaba del pozo. Dado que todos sus maridos habían muerto, la mujer estaba familiarizada con la muerte, vivía tan cerca de la muerte que bebía en su pozo. La mujer va al pozo con esta vida suya y con esta urna suya.
Cristo está probado, cansado, sediento y le dice: «Dame de beber» (Jn 4, 7), se abaja a pedir, de modo que la mujer pueda, a su vez pedir, cuando reconoce con el corazón que allí está la fuente de vida.
Ella, en efecto, comienza discutiendo: «¿Cómo tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" (Jn 4, 9). Pero al final, Él concluye diciendo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú misma se la habrías pedido, y él te habría dado agua viva.... Quien bebe del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá en él en un manantial de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,10.14).
Entonces la mujer samaritana pide esta agua, para no tener ya sed y no venir ya a sacar del pozo. La mujer recibe de Cristo el agua -antes era él quien le pedía a ella de beber- y entonces cae de las manos la urna funeraria, que ya no es la fuente en la que saciar la sed.
El pozo está lleno de arena, se ha secado, el viento nos trajo dentro la arena.
Cristo, en efecto, es el pozo: su manto se convierte en el pozo, para ofrecer de beber una nueva bebida, ya aludida en el costado donde Cristo tiene el cántaro.
La samaritana hace una solicitud, sin saberlo, más grande de lo que piensa. Todo comienza con un malentendido: ella pide simple agua, Cristo le da el agua viva, es decir, se le da a sí mismo (Jn 7,37: «Quién tiene sed, que venga a mí y beba el que cree en mí»).
Es como si, más allá de lo que ella entiende con su racionalidad, que la limita a una lectura superficial que le hace pedir agua para beber, la mujer hiciera una petición mucho más profunda.
La samaritana le pide a Cristo la verdad más profunda, el agua que sacia la sed para siempre, porque de alguna manera, en lo profundo de ella lo reconoce como Mesías, aunque partiendo de malentendidos y sin declararlo y explicarlo en seguida, dando las razones que busca la lógica racional. De alguna manera, aun partiendo de un malentendido, se hace misionera en el modo adecuado, hasta el punto de que muchos samaritanos creyeron en Cristo a través de sus palabras (cf. Jn 4, 39).
La Crucifixión: Jesús entre la Virgen María y san Juan
Capilla de la «Casa de encuentros cristianos»
Capiago (CO) - Italia
Febrero 2006

La crucifixión
El versículo de la Biblia que subyace a esta escena es Jn 19, 37: «Mirarán al que traspasaron».
La fuente de todo es el costado, el costado abierto.
Desde la cruz, Cristo pide de beber. Y también allí, como había sucedido con la samaritana, es él quien da de beber, derramando de su costado sangre y agua, el amor. La espiritualidad del corazón, a la que se remiten los Padres Dehonianos, para ser tal, nunca pide nada para sí, es verdaderamente pascual de manera absoluta.
En la crucifixión, el Hijo reconoce al Padre –anteponiendo la voluntad del Padre a la propia- hasta el punto de darse por completo en las manos de los hombres.
Juan, que es el teólogo del Logos -y el Logos es eterno, no envejece y no conoce tiempo- se representa como un joven. Juan «el discípulo a quien Jesús amaba» (Jn 13, 23), no indica a Cristo. Él puede hacerlo porque, al acoger el amor de Cristo, lo conoce verdaderamente, porque sólo quien ama conoce, y amar significa anteponer al otro a uno mismo.
También está María, totalmente envuelta en el manto, que, con una mirada muy fuerte, parece que sigue a quien está en la capilla.
Cristo mira a la Virgen, que representa a la Iglesia, de la que somos generados.
La Virgen es humana y por eso está vestida con un vestido azul -el color que indica la humanidad- y encima tiene un manto rojo, que indica la divinidad, asumida por ella mediante su maternidad divina, con la que se diviniza. Sólo en virtud de esta progresiva divinización suya, que ocurrió a lo largo de toda su vida, puede estar bajo la cruz y llevar a cumplimiento lo que quizá sólo había intuido en la Anunciación.
Aquí, bajo la cruz, se realiza la madurez de su maternidad, en un crescendo que va de la Anunciación, pasando por la Natividad, a la «sabiduría de la cruz».
Cristo y María
Capilla de la «Casa de encuentros cristianos»
Capiago (CO) - Italia
Febrero 2006

La unción de Betania
En el evangelio de Marcos 14, 3-9 se dice que la mujer, representada aquí de pie, junto a Cristo, «rompió el frasco de alabastro y derramó el ungüento sobre su cabeza» (14, 3). Hay algo que se rompe (el frasco) y algo que sale (el ungüento). Se puede ver una evocación a la crucifixión, donde también allí algo se rompe (el costado) y algo sale (la sangre y el agua).
La mujer tiene la mano sobre el corazón, para indicar su corazón contrito.
El frasco se rompe y ella unge a Cristo en la cabeza mientras él está sentado como un rey, como un sacerdote que viste la estola.
Ella se ciñe con una toalla que ya envuelve el pie, abajo, para mostrar que lo ungirá de pies a cabeza, ella lo ungirá consigo misma, con lo que tiene de más precioso, con la esencia, todo Cristo. No se fija en lo que otros dicen, no se fija en el desprecio, en gastar el dinero que, según algunos, podía ser usado mejor (cf. Mc 14, 5). A ella todo esto no le importa. A ella, ante todo, le importa Cristo y hace todo lo que puede por Cristo, signo de una relación que la abraza a Él de modo fortísimo.
Está ceñida con una toalla, para recordar a Cristo que en la última cena se ceñirá una toalla para lavar los pies de los Doce (cf. Jn 13, 4-5).
Cristo acoge como algo precioso este don de la mujer, que lo antepone a sí misma ofreciéndole con una generosidad conmovedora lo que se dice que es un nardo muy precioso (cf. Jn 12, 3). Cristo considera tan precioso este gesto que dice: «En todas partes, en todo el mundo, sonde se predique el evangelio, también se relatará en su memoria lo que ella hecho».
En el gesto concreto de esta mujer, también nosotros somos invitados a reconocer a Cristo, en un acto personal de fe.
La unción de Betania
Capilla de la «Casa de encuentros cristianos»
Capiago (CO) - Italia
Febrero 2006
  

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