Han sido 47 días, desde la noche del Viernes de Dolores
hasta el pasado 13 de mayo, festividad de la Virgen de Fátima, los que mi
suegra, mi mujer y quien les escribe han vivido en torno a un hospital velando
por la salud de mi suegro. 47 días que han supuesto un tremendo agotamiento,
tanto físico como mental, primero con la espera sin día definido para una
intervención quirúrgica y después con una lenta y dolorosa recuperación. 47
días que han dado como resultado un éxito en todo el proceso de hospitalización
y que, a día de hoy, gracias a Dios y a las benditas manos de los doctores,
enfermeros, celadores y cirujanos, mi suegro ya se recupera satisfactoriamente
en su domicilio.
Han sido 47 días donde he podido percibir, tal y como les
indiqué en mi artículo anterior, que existe otra vida muy cerca de nosotros -la
vida de un hospital- donde miles y miles de personas viven diariamente
postrados en una cama aguardando un pronto restablecimiento.
En estos días de hospital, de pasillos fríos e
interminables, de salas de espera, de doctores y enfermeros, de camillas y
sillas de ruedas, de medicamentos, de enfermos, de familiares con rostros
cansados y colmados de preocupación, el vínculo con las personas que nos rodean
se hace tremendamente afectivo, incluso con personas que no conocemos, como
pueden ser los compañeros de habitación y de planta, con los que forjas una
bonita amistad durante los días de hospitalización, te interesas por su salud a
través de los propios familiares e incluso, una vez fuera del hospital, sigues
manteniendo con ellos estrechos lazos afectivos.
Pero, por encima de todo, estos 47 días no los habría podido
sobrellevar con tanta entereza si no hubiera sido por la presencia de Dios. Una
presencia real y cercana en el sagrario, tanto en la capilla de Nuestra Señora
de Lourdes del Hospital Universitario de Puerto Real como en la capilla de
Nuestra Señora de Fátima del Hospital Universitario Puerta del Mar de Cádiz.
Así es, Nuestra Señora de Fátima, advocación mariana que
preside la capilla del Hospital, que da nombre a la misma y que, justamente, en
el día de su festividad, quiso que mi suegro recibiera el alta hospitalaria. Las
cosas de Dios y María.
Y sobre esta preciosa capilla les quiero hablar en el día de
hoy, concretamente en la jornada del pasado jueves 30 de abril, momento en el
que fue intervenido quirúrgicamente mi suegro. Y les quiero dar a conocer mis
vivencias de ese día con Dios a través del Santísimo Sacramento. Una
experiencia brutal de fe que, para siempre, quedará guardada en lo más profundo
de mí.
Amanecía el jueves 30 de mayo, una jornada que, según la
planificación inicial del hospital, debería haber sido de postoperatorio ya que
en un principio, la intervención quirúrgica estaba programada para el miércoles
día 29, pero así son las cosas de Dios.
Por unas urgencias de última hora en el quirófano, Dios
quiso que mi suegro fuera intervenido un jueves, día eucarístico donde los
haya, tan vinculado a mi persona.
Quizás lo pensé en varias ocasiones, que me gustaría que mi
suegro fuera operado un jueves, y así se cumplió, así lo quiso Dios.
Aguardamos toda la mañana la espera de la llegada de los
celadores y la camilla para el traslado a los quirófanos. Mi suegro mantuvo siempre
la calma y la entereza, al igual que mi suegra. Quizás algo más nerviosos, mi
mujer y yo. Una espera larga que finalizó al filo de la una y media de la tarde
cuando dos celadores aparecieron al fondo del pasillo de la planta de cirugía
cardiaca con una camilla color verde para recoger y trasladar a mi suegro a la
sala donde iba a ser intervenido quirurgicamente.
En ese momento, mi pulso se aceleró y el cuerpo me invitó a
no pronunciar palabra alguna. Mi mente y mi corazón repetían incesantemente,
una y otra vez, dos oraciones: Padrenuestro y Avemaría. Una y otra vez, una y
otra vez, desde el momento que recogieron a mi suegro hasta que entró en
quirófano y me despedí de él con un ‘hasta ahora’, sobre las dos y cuarto de la
tarde. Fueron 45 minutos de intensísima oración por los pasillos del hospital
en una soledad que yo mismo quise buscar, alejado de familiares y de mi propia
esposa. Una soledad orante que me dio fuerzas para soportar las cuatro horas de
operación que, si no había ninguna complicación y todo iba bien, estaban
programadas y de la que tendríamos noticias mediante una llamada telefónica.
A partir de aquí fue el momento para reponer algo de
fuerzas, estar con los familiares, tanto de mi suegro como de otros enfermos
que ya habían sido intervenidos y aguardaban largas esperas para ser visitados
en la unidad de cuidados intensivos.
Y llegaron las cinco de la tarde, hora en el que todos los
familiares se encontraban próximos a la puerta de quirófano mientras mi esposa
y yo decidimos acudir a la capilla de hospital para tener un rato de oración
mientras mi suegro se encontraba, más si cabe, en manos de Dios.
Una vez dentro del templo, me arrodillé en la banca y una
oración muy meditada ante el Santísimo hizo que el tiempo pasara más deprisa,
mientras mis cinco sentidos estaban fijados en el sagrario que presidía el
presbiterio. A la vez, mi esposa respondía desde fuera de la iglesia llamadas
de familiares interesándose por la salud de su padre.
Delante mía, una señora mayor, que adoraba a Dios sentada en
una banca, se levantó, abrió la puerta de la sacristía y comenzó a preparar la
eucaristía de las seis y media de la tarde, colocando el paño de altar, el pan
y el vino, la cera, el misal, etcétera. Una eucaristía que estaba precedida por
el rezo del Santo Rosario media hora antes.
Finalizando la señora con los preparativos del altar, se
acercó a mí y me preguntó si tenía algún familiar ingresado en el hospital. Le
respondí que en ese preciso instante mi suegro estaba siendo intervenido. Mi
sorpresa fue mayúscula cuando esa bendita mujer sacó de su bolso una estampa
del Sagrado Corazón de Jesús con una oración vinculada a la misericordia.
Asimismo me hizo entrega de un Rosario bendecido de la Virgen de Fátima, venido
desde Portugal, para que se lo regalara a mi suegro en el momento en que lo
pudiera ver, indicándome esa buena mujer que en el transcurso del rezo del
Rosario se realizaría una petición por su pronto restablecimiento.
No supe que decir, sólo darle las gracias a ella y volver a
fijar mis sentidos, con más fuerza si cabe, en la Augusta presencia de Dios.
Finalizado el Rosario, llegó el sacerdote para revestirse y
comenzar la Eucaristía. Se da la circusntancia de que el cura que ofició la
misa ejerce como enfermero de este hospital, llevando a Dios a todos los
pacientes del centro, en un acto de fe y y piedad inenarrable.
Justo antes del inicio de la Santa Misa, me levanté y le
pedí permiso a la señora para poder realizar la lectura del día, petición que
fue aceptada por esta verdadera discípula del Señor.
Y comenzó la Eucaristía a las seis y media de la tarde. Ya
se cumplían las cuatro horas de operación. Los teléfonos móviles, tanto de mi
esposa como el mío, aguardaban en el respaldo de la banca delantera, en
silencio pero en modo vibración, una pronta llamada que inevitablemente nos
hacía desviar nuestra atención por momentos de la celebración eucarística.
Llegó el turno de realizar la lectura del día, en la que
tenía más presente si cabe a mi suegro, en esta angustiosa espera.
Posteriormente el sacerdote leyó el evangelio para, a continuación, proseguir
con la celebración hasta llegar al momento culmen de la consagración.
Y fue ahí, estando de rodillas venerando el misterio de
nuestra fe que no es otro que la institución de la Eucaristía, el momento en el
que Cristo se hace vida a través del pan y el vino, cuando sucedió, quizás, el
hecho más impresionante que haya podido vivir como cristiano.
Fue justo cuando el sacerdote elevaba la sagrada forma con
sus manos ante todos los presentes, el instante preciso en el que Cristo se
manifiesta ante nosotros con toda su majestuosidad y con toda su grandeza,
cuando una llamada en el teléfono apresuró a mi mujer a salir del templo para
responderla. Mientras la sagrada forma, ya hecha vida, volvía a reposar sobre
la patena, mi esposa me hacía señas desde fuera avisándome de que la llamada
provenía del quirófano, señal de que la operación había concluido.
Ya todo lo demás lo conocen ustedes. Varios días de
postoperatorio tanto en UCI como en planta que han dado como resultado el feliz
restablecimiento de mi suegro.
Algunos, a todo esto, lo llaman casualidades. Sin embargo, me
siento orgulloso de expresar, gracias a la tremenda fe que profeso, que estas
son las causalidades de Dios.
En mis 33 años de vida, jamás he sentido la presencia tan
cercana de Dios como la que he vivido en estos 47 días de hospital al lado de
mis seres queridos. En los momentos duros y difíciles, Cristo ha sido el apoyo
fundamental para realizar, con la mayor entereza y dignidad, esta larga estación
de penitencia que comenzó un Viernes de Dolores y finalizó en la festividad de
Nuestra Señora de Fátima. Una estación de penitencia sin hábito nazareno pero
que hasta ahora ha sido, por supuesto, la más cercana que he vivido y he sentido
junto a Dios y de la que, sin lugar a dudas, me siento más orgulloso.
Alabado sea Jesús Sacramentado.
Beltrán Castell López.
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