jueves, 21 de mayo de 2015

DE DOLORES A FÁTIMA: 47 DÍAS CERCA DE DIOS; POR BELTRÁN CASTELL LÓPEZ




Han sido 47 días, desde la noche del Viernes de Dolores hasta el pasado 13 de mayo, festividad de la Virgen de Fátima, los que mi suegra, mi mujer y quien les escribe han vivido en torno a un hospital velando por la salud de mi suegro. 47 días que han supuesto un tremendo agotamiento, tanto físico como mental, primero con la espera sin día definido para una intervención quirúrgica y después con una lenta y dolorosa recuperación. 47 días que han dado como resultado un éxito en todo el proceso de hospitalización y que, a día de hoy, gracias a Dios y a las benditas manos de los doctores, enfermeros, celadores y cirujanos, mi suegro ya se recupera satisfactoriamente en su domicilio.

Han sido 47 días donde he podido percibir, tal y como les indiqué en mi artículo anterior, que existe otra vida muy cerca de nosotros -la vida de un hospital- donde miles y miles de personas viven diariamente postrados en una cama aguardando un pronto restablecimiento.

En estos días de hospital, de pasillos fríos e interminables, de salas de espera, de doctores y enfermeros, de camillas y sillas de ruedas, de medicamentos, de enfermos, de familiares con rostros cansados y colmados de preocupación, el vínculo con las personas que nos rodean se hace tremendamente afectivo, incluso con personas que no conocemos, como pueden ser los compañeros de habitación y de planta, con los que forjas una bonita amistad durante los días de hospitalización, te interesas por su salud a través de los propios familiares e incluso, una vez fuera del hospital, sigues manteniendo con ellos estrechos lazos afectivos.

Pero, por encima de todo, estos 47 días no los habría podido sobrellevar con tanta entereza si no hubiera sido por la presencia de Dios. Una presencia real y cercana en el sagrario, tanto en la capilla de Nuestra Señora de Lourdes del Hospital Universitario de Puerto Real como en la capilla de Nuestra Señora de Fátima del Hospital Universitario Puerta del Mar de Cádiz.

Así es, Nuestra Señora de Fátima, advocación mariana que preside la capilla del Hospital, que da nombre a la misma y que, justamente, en el día de su festividad, quiso que mi suegro recibiera el alta hospitalaria. Las cosas de Dios y María.

Y sobre esta preciosa capilla les quiero hablar en el día de hoy, concretamente en la jornada del pasado jueves 30 de abril, momento en el que fue intervenido quirúrgicamente mi suegro. Y les quiero dar a conocer mis vivencias de ese día con Dios a través del Santísimo Sacramento. Una experiencia brutal de fe que, para siempre, quedará guardada en lo más profundo de mí.

Amanecía el jueves 30 de mayo, una jornada que, según la planificación inicial del hospital, debería haber sido de postoperatorio ya que en un principio, la intervención quirúrgica estaba programada para el miércoles día 29, pero así son las cosas de Dios.
Por unas urgencias de última hora en el quirófano, Dios quiso que mi suegro fuera intervenido un jueves, día eucarístico donde los haya, tan vinculado a mi persona.
Quizás lo pensé en varias ocasiones, que me gustaría que mi suegro fuera operado un jueves, y así se cumplió, así lo quiso Dios.

Aguardamos toda la mañana la espera de la llegada de los celadores y la camilla para el traslado a los quirófanos. Mi suegro mantuvo siempre la calma y la entereza, al igual que mi suegra. Quizás algo más nerviosos, mi mujer y yo. Una espera larga que finalizó al filo de la una y media de la tarde cuando dos celadores aparecieron al fondo del pasillo de la planta de cirugía cardiaca con una camilla color verde para recoger y trasladar a mi suegro a la sala donde iba a ser intervenido quirurgicamente.

En ese momento, mi pulso se aceleró y el cuerpo me invitó a no pronunciar palabra alguna. Mi mente y mi corazón repetían incesantemente, una y otra vez, dos oraciones: Padrenuestro y Avemaría. Una y otra vez, una y otra vez, desde el momento que recogieron a mi suegro hasta que entró en quirófano y me despedí de él con un ‘hasta ahora’, sobre las dos y cuarto de la tarde. Fueron 45 minutos de intensísima oración por los pasillos del hospital en una soledad que yo mismo quise buscar, alejado de familiares y de mi propia esposa. Una soledad orante que me dio fuerzas para soportar las cuatro horas de operación que, si no había ninguna complicación y todo iba bien, estaban programadas y de la que tendríamos noticias mediante una llamada telefónica.

A partir de aquí fue el momento para reponer algo de fuerzas, estar con los familiares, tanto de mi suegro como de otros enfermos que ya habían sido intervenidos y aguardaban largas esperas para ser visitados en la unidad de cuidados intensivos.

Y llegaron las cinco de la tarde, hora en el que todos los familiares se encontraban próximos a la puerta de quirófano mientras mi esposa y yo decidimos acudir a la capilla de hospital para tener un rato de oración mientras mi suegro se encontraba, más si cabe, en manos de Dios.

Una vez dentro del templo, me arrodillé en la banca y una oración muy meditada ante el Santísimo hizo que el tiempo pasara más deprisa, mientras mis cinco sentidos estaban fijados en el sagrario que presidía el presbiterio. A la vez, mi esposa respondía desde fuera de la iglesia llamadas de familiares interesándose por la salud de su padre.

Delante mía, una señora mayor, que adoraba a Dios sentada en una banca, se levantó, abrió la puerta de la sacristía y comenzó a preparar la eucaristía de las seis y media de la tarde, colocando el paño de altar, el pan y el vino, la cera, el misal, etcétera. Una eucaristía que estaba precedida por el rezo del Santo Rosario media hora antes.

Finalizando la señora con los preparativos del altar, se acercó a mí y me preguntó si tenía algún familiar ingresado en el hospital. Le respondí que en ese preciso instante mi suegro estaba siendo intervenido. Mi sorpresa fue mayúscula cuando esa bendita mujer sacó de su bolso una estampa del Sagrado Corazón de Jesús con una oración vinculada a la misericordia. Asimismo me hizo entrega de un Rosario bendecido de la Virgen de Fátima, venido desde Portugal, para que se lo regalara a mi suegro en el momento en que lo pudiera ver, indicándome esa buena mujer que en el transcurso del rezo del Rosario se realizaría una petición por su pronto restablecimiento.
No supe que decir, sólo darle las gracias a ella y volver a fijar mis sentidos, con más fuerza si cabe, en la Augusta presencia de Dios.

Finalizado el Rosario, llegó el sacerdote para revestirse y comenzar la Eucaristía. Se da la circusntancia de que el cura que ofició la misa ejerce como enfermero de este hospital, llevando a Dios a todos los pacientes del centro, en un acto de fe y y piedad inenarrable.

Justo antes del inicio de la Santa Misa, me levanté y le pedí permiso a la señora para poder realizar la lectura del día, petición que fue aceptada por esta verdadera discípula del Señor.

Y comenzó la Eucaristía a las seis y media de la tarde. Ya se cumplían las cuatro horas de operación. Los teléfonos móviles, tanto de mi esposa como el mío, aguardaban en el respaldo de la banca delantera, en silencio pero en modo vibración, una pronta llamada que inevitablemente nos hacía desviar nuestra atención por momentos de la celebración eucarística.

Llegó el turno de realizar la lectura del día, en la que tenía más presente si cabe a mi suegro, en esta angustiosa espera. Posteriormente el sacerdote leyó el evangelio para, a continuación, proseguir con la celebración hasta llegar al momento culmen de la consagración.

Y fue ahí, estando de rodillas venerando el misterio de nuestra fe que no es otro que la institución de la Eucaristía, el momento en el que Cristo se hace vida a través del pan y el vino, cuando sucedió, quizás, el hecho más impresionante que haya podido vivir como cristiano.

Fue justo cuando el sacerdote elevaba la sagrada forma con sus manos ante todos los presentes, el instante preciso en el que Cristo se manifiesta ante nosotros con toda su majestuosidad y con toda su grandeza, cuando una llamada en el teléfono apresuró a mi mujer a salir del templo para responderla. Mientras la sagrada forma, ya hecha vida, volvía a reposar sobre la patena, mi esposa me hacía señas desde fuera avisándome de que la llamada provenía del quirófano, señal de que la operación había concluido.

Ya todo lo demás lo conocen ustedes. Varios días de postoperatorio tanto en UCI como en planta que han dado como resultado el feliz restablecimiento de mi suegro.

Algunos, a todo esto, lo llaman casualidades. Sin embargo, me siento orgulloso de expresar, gracias a la tremenda fe que profeso, que estas son las causalidades de Dios.

En mis 33 años de vida, jamás he sentido la presencia tan cercana de Dios como la que he vivido en estos 47 días de hospital al lado de mis seres queridos. En los momentos duros y difíciles, Cristo ha sido el apoyo fundamental para realizar, con la mayor entereza y dignidad, esta larga estación de penitencia que comenzó un Viernes de Dolores y finalizó en la festividad de Nuestra Señora de Fátima. Una estación de penitencia sin hábito nazareno pero que hasta ahora ha sido, por supuesto, la más cercana que he vivido y he sentido junto a Dios y de la que, sin lugar a dudas, me siento más orgulloso.

Alabado sea Jesús Sacramentado.


Beltrán Castell López.

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