viernes, 8 de noviembre de 2013

EL DÍA QUE ME ENCONTRÉ CON JUAN PABLO II EN UNA PIZZERÍA.

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Durante una década deambulé por un desierto espiritual intentando encontrar a Dios, lo busqué en todas partes excepto en el cristianismo. Lo busqué en las prácticas ocultistas de la New Age, el budismo, y en otras religiones organizadas no cristianas del mundo.
 
Un día, viviendo en la Bible Belt (extensa región de los Estados Unidos donde el cristianismo evangélico tiene un profundo arraigo social, ndr), me llegó un Chick tract (breves frases evangélicas creadas por el predicador norteamericano Jack T. Chick, fuertemente anticatólicas, ndr), que insistía en que los católicos eran satánicos que adoraban algo que él llamaba “Galleta muerta”.
 
El tract era tan chirriantemente desagradable que me sentí indignada en lugar de los católicos. En un intento de refutar las salvajes acusaciones de Jack Chick, me sorprendí a mi misma investigando el catolicismo por primera vez.
 
Así fue como empecé a saber algo de la Eucaristía, sobre la enseñanza de que Dios mismo viene a los fieles como un pedazo de pan, y toda mi visión del mundo cambió.
 
Esta enseñanza era tan radical, tan estrafalariamente absurda, que no podía ser verdad. Pero el pensamiento seguía rondándome: ¿y si lo era? , ¿y si el Dios que yo estaba buscando estaba justo allí, esperándome, paciente y humildemente, bajo la apariencia de pan?
 
Respondí intentando escapar, poniéndome los dedos en los oídos y cerrando los ojos y diciéndole a Dios: “No puedo verte. No puedo oírte”. Lo que sucedió después fue su respuesta.
 
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De repente, el mundo entero parecía no interesarse en otra cosa que no fueran temas católicos. En algún lugar de Florida, una mujer llamada Terri Schiavo estaba muriendo. Se hablaba de ello en la radio todo el día.
 
Mi seguro mundo secular hablaba de morir con dignidad y de los últimos deseos y de la autoridad de los familiares, con lo que era todo bueno y estaba bien, en lo que a mi tocaba. Pero estaban todos esos obispos católicos que no querían callarse sobre la sacralidad de la vida humana, de cómo esta vida debía considerarse desde la concepción hasta la muerte natural, y de cómo el marido de Terri Schiavo estaba defendiendo un asesinato.
 
Quería que Terri Schiavo se fuese, porque había traído consigo a los obispos. Y cada vez que oía a un obispo hablar, empezaba a pensar sobre las ideas católicas de la sucesión apostólica y sus afirmaciones sobre una línea sin rupturas hasta san Pedro y los apóstoles, y su continuidad y unidad y plenitud de la verdad y la Eucaristía. Siempre volvíamos a la Eucaristía.
 
Entonces, trágicamente, Terri Schiavo se fue, asesinada por la gente con la que ella habría debido poder contar, y yo egoístamente pensé que podríamos volver a nuestros asuntos libres de obispos, como de costumbre.
 
Pero estaba equivocada, muy equivocada; sólo unos pocos días después, el mundo volvió los ojos a los últimos días del Papa Juan Pablo II. Pensé que el problema católico había sido malo con el caso Schiavo, pero llegó a niveles intolerables durante el velatorio del Papa.
 
Cada día, la iglesia católica de la calle de mi barrio tenía el parking lleno hasta arriba. Mientras maniobraba con irritación entre los coches aparcados en el lado de la carretera, lanzaba miradas asesinas a aquel edificio del techo color turquesa: la iglesia católica de la Reina de la Paz. Con su techo de zinc chillón, su ridículo nombre católico y toda esa gente dentro, cada día unidos en el dolor y la oración por los últimos días de cierto viejo en Roma, ese gran edificio se convirtió en el objetivo de mi exasperación.
 
El sábado 2 de abril de 2005, amaneció precioso y claro. Mi esposo, mi hija de dos años y yo fuimos de recados, a comprar artículos y cosas para el futuro bebé, que debía llegar en algún momento de los próximos dos meses.
 
Paramos a comer en una pizzería local que tenía pantallas de televisión en los techos, un buffet de pizzas de todo tipo, y un ambiente tan ruidoso que nuestra pilluela de dos años no tendría que callarse para no molestar la digestión de los demás clientes.
 
Nos sentamos allí, y mientras mi marido llevaba a nuestra hija al buffet, mis ojos se posaron en una de las rutilantes pantallas de televisión, y vi la noticia. El sonido estaba quitado, así que la única forma de entender el sentido de las imágenes era leer los titulares que recorrían el fondo de la pantalla: el Papa Juan Pablo II, después de una dura lucha pública con el Parkinson, acababa de morir.
 
Leí las palabras y de repente me eché a llorar. Allí, en medio de un estúpido combinado de pizza, llorando. Por un hombre al que no conocía, que era el líder de una Iglesia en la que no quería pensar… llorando.
 
Corrí al baño antes de que mi familia pudiera volver a la mesa y preguntarme qué estaba haciendo. En el váter del baño milagrosamente vacío, lancé esos sollozos sorprendentes, profundos. Sentía que mi corazón estaba roto por la pérdida. No podía entender qué estaba pasando; pensé que se debía a las hormonas del embarazo o a una especie de estallido nervioso.
 
Aunque ciertamente no me consideraba parte del Club anticatólico de los Chick Tract, no sentía amor por la Iglesia. Una de mis frases favoritas, cuando se hablaba de algo católico, era: “La Iglesia va a derrumbarse por su propio peso inflado. Si tenemos suerte, lo veremos en nuestros días”.
 
Esta era la mujer que se vio a sí misma sollozando en el váter de un baño por la muerte del Papa. Pero, en lugar de quedarme en mi posible colapso mental, recuperé la calma, me lavé la cara y volví a mi mesa, asegurándome de sentarme dando la espalda a la pantalla de la televisión.
 
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Justo al año siguiente de su muerte, mi marido y yo entramos en la Iglesia. Dos semanas después, bautizamos a nuestros hijos. Y aunque la conversión radical de una feminista New Age en una madre católica de seis niños no es uno de los milagros oficiales reconocidos para su canonización, no tengo dudas de que fueron las oraciones e intercesión de beato (pronto santo) Juan Pablo II las que me ayudaron a volver a la Santa Madre Iglesia.
 
 

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