sábado, 16 de noviembre de 2013

EL AMOR DE DIOS NOS BUSCA, NOS SEDUCE, CALLA Y AGUARDA.


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Padre Carlos Padilla


A veces tenemos el peligro de pensar que somos invisibles. Hacemos muchas cosas y parece que nadie las ve ni las valora. El problema de la invisibilidad genera mucho stress en el alma, muchas decepciones, mucho dolor y expectativas no satisfechas.
 
Es verdad que en ocasiones no nos importaría ser invisibles, pasar desapercibidos y no llamar la atención. Son momentos puntuales en los que nos puede la timidez y preferimos no existir para los que nos rodean. El miedo al ridículo o el desear que nos dejen tranquilos, vence en esos momentos.
 
Pero lo cierto es que resulta difícil cuando hacemos algo con mucho esfuerzo y entrega, y vemos que nadie lo ve, no somos alabados, nadie nos agradece ni menciona nuestros logros, nadie se acuerda de lo que hemos aportado. Nuestra actuación no es recordada y a veces parece que no estuvimos cuando cuentan ciertas historias en las que sí estábamos presentes.
 
La historia se escribe en presente, con los ojos del que la escribe. Es así que el pasado pierde color objetivo cuando el que escribe olvida detalles o simplemente los obvia.
 
Pensaba en las grandes catedrales. Obras que dan gloria a Dios y son admiradas por los hombres.
 
El otro día escuchaba una reflexión al respecto. Muchas de las grandes catedrales tardaron más de cien años en ser acabadas. Su construcción duró más que la vida de cualquier hombre. Nadie invirtió su vida en ellas pensando en ser reconocido un día por su entrega y maestría. Sólo Dios guardaría sus nombres en su corazón.
 
Porque en las catedrales no aparecen los nombres de quienes las construyeron. Son autores anónimos que enterraron su vida sabiendo que nadie alabaría sus vidas por tantos logros a lo largo de los siglos.
 
Simplemente entregaron su vida, su tiempo, su esfuerzo por una obra que quizás nunca verían acabada. Todo para dar gloria a Dios. Mientras tallaban piedras, pensarían: «No estoy tallando piedras, estoy construyendo una gran catedral para Dios». Hacían lo que hacían no para buscar su propia gloria.
 
Hace falta tener la mirada puesta en Dios para aceptar el anonimato. El Padre José Kentenich describe el peligro del hombre moderno hoy: «El hombre se ha puesto de tal modo en primer plano, que casi puede decirse que va camino de convertirse en el dios del mundo, en el dios de la vida. El hombre que se ha endiosado ve en la creación su propio poder»[1].
 
Es un hombre que vive con mirada autorreferente. Por eso busca tanto el reconocimiento y la alabanza. No pone a Dios en el centro, porque en el centro está él. ¿No actuamos así nosotros muchas veces? ¿No nos creemos casi dioses?
 
A veces me pregunto si las cosas que hago las hago para dar gloria a Dios o buscándome a mí mismo. Tal vez es una mezcla, una curiosa combinación de ambas intenciones. Las intenciones no suelen ser puras.
 
Uno desea un bien y lo persigue. Renuncia en la entrega, ama y busca ser amado. Da y espera recibir algo a cambio. ¿Pureza de intenciones? La santidad es aspirar a hacerlo todo por amor a Dios. Pero el alma se apega a la vida.
 
Dios cuenta con nuestra pequeñez, sobre ella construye. Se sirve de nuestros propios deseos para un bien más grande. La verdad es que nosotros sí esperamos el reconocimiento, mendigamos gotas de cariño, anhelamos abrazos que nos alienten y aplausos que nos animen a seguir.
 
El desierto nos parece intransitable y confundimos torpemente la fecundidad con el éxito. Nos preguntamos muchas veces, tal vez demasiadas: ¿cómo me siento? Y perdemos la estela de Dios mirando nuestro ombligo. ¿Qué necesito yo, dónde puedo dar más, qué me hace feliz?
 
Giramos, como una peonza sin rumbo, desquiciados a veces, abrumados, en una espera eterna por lograr la paz que no llega. Queremos querer, queremos ser queridos, respetados, amados, encontrados, visibles, recordados. Queremos dejar huella, que se note nuestro paso.
 
No nos paramos a ver lo que el otro desea, lo que le hace feliz, lo que necesita y le alegra. Nos molesta la invisibilidad. La propia, la de los otros nos importa menos.
 
También nosotros ignoramos a los demás, no los tomamos en cuenta, olvidamos que estaban, no agradecemos su entrega.
 
Es verdad que sólo para Dios nunca somos invisibles. Para Él todos importamos, somos fundamentales y la vida sin nosotros no sería igual. Aún así, no nos basta. ¿Por qué? Somos visibles para Él hagamos lo que hagamos ynuestras obras, por pequeñas que sean, son vistas por Él y guardadas con alegría en su inmenso corazón.
 
Se enorgullece de nosotros. Nos invita a estar con Él cada día. Quiere que descansemos en Él y llevemos su yugo que es suave. Y nosotros buscamos otros yugos más pesados, glorias pasajeras, éxitos vanos, esfuerzos que buscan recompensas.
 
La santa indiferencia es la actitud de aquel que sabe que todo es para un bien mayor, para una gloria más grande. El santo de la vida diaria, que vive anclado en Dios, descansa en Él y así vive con paz.
 
Nosotros, lejos de Dios muchas veces, buscamos a Dios, pero nos quedamos en las obras que pasan. Buscamos ser visibles, recordados, admirados. Cualquier gesto de indiferencia nos descompone. La invisibilidad nos asusta. Tememos dejar de estar cuando sí que estamos. Nos imaginamos un mundo indiferente que no recuerda nuestra existencia, cuando ya no estemos. Nos duele ese anonimato, ese olvido.
Lo que nos da la paz verdadera es saber que estamos construyendo para la eternidad, y no sólo para los próximos años. Aunque perdemos la paz contando monedas, confiando en el día que llega, temiendo la tormenta que amenaza, haciendo planes humanos.
 
Vivimos sin raíces, sin anclaje en Dios, asustados por un posible rechazo. Y olvidamos lo que de verdad nos alegra el corazón, lo ensancha y le da luz. Sí, olvidamos ese amor de Dios que nos busca, nos seduce, calla y aguarda a nuestra puerta. Las obras de este mundo son caducas y no calman la sed de infinito que todos tenemos.
 
Hoy el Evangelio comienza con una llamada a mirar al interior, a lo profundo, más allá de lo que se ve: «En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: -Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».
 
El principito de Antoine de Saint-Exupery decía: «Lo esencial es invisible a los ojos». Jesús critica la mirada superficial. No le parece mal que alaben la belleza del templo, lo que critica es que miran la belleza por fuera. Jesús dice que eso pasará, que se destruirá. Que esa belleza no tiene importancia porque pasa, es caduca.
 
La verdadera belleza del templo no se ve, está escondida, como todo lo importante. Jesús nos llama a mirar dentro, a ver la belleza detrás de lo gris, la esperanza detrás de lo feo. La belleza escondida en el corazón, en el nuestro y en el de los otros.
 
Las obras de los hombres pasan y mueren, acaban siendo olvidadas cuando ellos ya no están. Aunque sean grandes templos y catedrales construidas a lo largo de muchos años. Obras magníficas con fecha de caducidad.
 
Nuestra mirada es superficial con frecuencia, nos preocupan las cosas del presente. Vivimos con ansiedad y stress tratando de resolver todos los desafíos del tiempo presente, todos los temas pendientes. Cuidamos la belleza superficial y pasajera.
 
¿Quedará piedra sobre piedra de aquello que con tanto esfuerzo hemos levantado? ¿Y si dentro de cien años no queda nada? ¿Habrá valido la pena nuestra vida? A veces es como si lo que hacemos, lo que nos ocupa y preocupa, lo que nos inquieta y quita la paz, fuera definitivo, para siempre.
 
Nos olvidamos de lo más importante: es obra de Dios. Todo es obra de Dios. La misma Iglesia, signo y presencia de su amor en el mundo, es su obra, no la nuestra, es su Reino en la tierra. ¡Cuántas cosas han existido durante siglos y después han desaparecido!
 
Decía el Papa Francisco en Brasil en la Jornada Mundial de la Juventud 2013: «La gran tentación de la Iglesia es tener luz propia y dejar de ser ese ‘misterium lunae’ del que nos hablaban los Santos Padres. El misterio de la luna.
 
Se vuelve cada vez más autorreferencial y se debilita su necesidad de ser misionera. De ‘Institución’, fundada por Jesucristo, se transforma en ‘Obra’. Deja de ser Esposa para terminar siendo Administradora; de Servidora se transforma en ‘Controladora’».
 
Se trata de que nuestra Iglesia llegue a ser una «Iglesia Esposa, Madre, Servidora, facilitadora de la fe y no tanto controladora de la fe». 
 
Nosotros, cuando perdemos la tensión de ser sólo el reflejo de Cristo, y pensamos que brillamos con luz propia, dejamos de tener la conciencia de instrumentos, dejamos de ser dóciles al querer de Dios para erigirnos en la voz misma de Dios.
 
Nuestra vida es una vida de alianza con Dios y con María. Estamos para lo que ellos quieran, lo demás no importa. Ni siquiera si es el lugar en el que estamos el más importante, o el que más nos llena, o el que saca a la luz toda nuestras potencialidades. ¡Cuántas personas hoy no viven una vida plena!
 
La pregunta siempre vuelve al corazón: ¿es posible vivir una vida plena, con sentido aquí en la tierra? Vivimos obsesionados con que todo lo que hagamos tenga sentido, sea definitivo y nos llene el alma. Queremos ser felices.
 
Tomamos decisiones torpemente y nos gusta la belleza superficial de nuestra vida. Querríamos construir catedrales eternas. Nos olvidamos de nuestra vocación: somos sólo instrumentos, aliados de Dios.
 
No es nuestra obra lo que importa, no es tan fundamental nuestro nombre. Servimos todo el tiempo que Dios quiera que sirvamos. Luego dejarán de admirarnos, nos olvidarán, y nuestra semilla enterrada habrá merecido la pena.
 
Nuestra vida aquí en la tierra sí importa. Aunque las obras pasen y sean olvidadas. Estamos construyendo para el cielo. Eso es una vida plena. Sembramos para la eternidad. Es lo único importante.
 
Todo lo que hacemos es para que nuestra vida sea la suya. Cristo se hace carne en nosotros, en nuestras obras, cuando están movidas por el amor.
 
El otro día una persona describía así su aspiración: «En mi interior hay muchas tormentas que quisiera controlar pero es muy difícil, entonces sólo debo esperar confiada que Tú, desde lo alto, las calmes. ¡Qué fácil sería ser un títere movido a tu antojo! Así quisiera ser yo contigo para no equivocarme, pero no es esa tu voluntad. Quieres que vea y escoja, deseas que me decante por lo que Tú tienes previsto y yo no siempre veo. Amar requiere esfuerzo y constancia en almas como la mía, hay quienes poseen el amor como don y les cuesta menos esfuerzos. Los que no tenemos tan claro ese don debemos plantarlo y cultivarlo, convertirlo en virtud y pedir que se convierta en don».
 
Nos desvelamos y agotamos tratando de que figuren nuestros nombres, cuando es el suyo el que tiene que figurar.El amor es lo que vale. 
 
Cristo es el importante y su amor nos enseña a amar. Nuestros nombres están inscritos en el corazón de Cristo, en su herida, allí donde sí importa que estén.
 
Tal vez hoy nadie quiere hacer grandes catedrales porque exigen demasiado tiempo y el anonimato no nos gusta tanto. La creatividad quiere ser reconocida y admirada, los artistas estampan sus nombres en sus obras de arte. Obras que muchos admiran. Ser anónimos es sinónimo de olvido. Un amor que sirve escondido nos parece imposible. Pero nosotros somos cristianos y nuestra mirada sobre la vida tendría que ser diferente. María da a luz a Cristo en nosotros cuando nos dejamos hacer, cuando rompemos las barreras y los frenos que llevamos.
 
Los mártires de los primeros siglos, cuando eran preguntados por sus nombres, respondían simplemente: Soy cristiano. Eran cristianos anónimos, eso bastaba.
 
Si nos dejamos y nos entregamos a Dios, seremos lo que Él quiere que seamos. En nuestra originalidad reflejaremos el rostro de Cristo, seremos cristianos con la impronta original con la que Dios nos ha marcado.
 
Cuando el amor de Cristo está presente en nuestra vida, logramos cambiar la mirada. En nuestro trabajo, en nuestra familia, en nuestros círculos sociales acabaremos haciendo las cosas nuevas, como Cristo. Los cristianos somos capaces de crear una nueva cultura con un profundo sello mariano y cristiano.
 
Las catedrales fueron un signo de esa fuerza creativa del cristiano. Siempre ha sido así a lo largo de la historia. Una cultura marcada por el amor de Dios se manifiesta en obras que se prolongan en el tiempo.
 
¿Cuáles son esas grandes catedrales que hoy construimos como hombres anónimos? Se trata de ayudar a forjar un mundo en el que Cristo esté presente. Una cultura marcada por el amor de Dios, una cultura nueva que viva de la alianza de Dios con el hombre, de María con nosotros.
 
María hace posible una forma nueva de mirar la realidad en su globalidad y no de forma compartimentada. Por eso aspiramos a una santidad que abarque todas las facetas de nuestra vida, como decía Santa Teresita del Niño Jesús: «Quiero ser santa, pero no a medias, sino completamente».
 
Dios no puede quedar reducido a ciertos ámbitos de nuestra vida. Es necesario que lo penetre todo, que lo transforme todo.
 
Los primeros cristianos lo tenían claro, ellos querían ser santos. No a medias, no sólo por un tiempo. Querían a Dios para siempre. Echaban raíces y no se preguntaban cada mañana si su vida era o no una vida plena.
 
No les importaba tanto que sus nombres quedaran escritos en la historia. Sabían que su sangre derramada en silencio era semilla de nuevos cristianos. Y esa libertad interior ante su propia vida era lo que les daba una santa indiferencia en toda circunstancia.
 
No pensaban que podían hacerlo todo bien, porque no se sentían capaces. Más bien querían vivir con el Señor para siempre, a su lado, siguiendo sus deseos, obedeciendo sus insinuaciones.
 
Ellos se llamaban los unos a los otros los santos, porque la luz de Cristo estaba en sus corazones. Y no lo hacían con vanidad, sino con humildad, porque la santidad era ese don, esa gracia, esa luz con la que Cristo los revestía cuando le abrían el alma. Marcaron una cultura. Hicieron las cosas nuevas, en el Espíritu del Señor.
 
En ese deseo por ser santos, el hombre muchas veces se obsesiona pensando en el futuro. Quiere saber cuándo y cómo van a ser las cosas en el futuro. A todos nos gustaría conocer el futuro, descubrir el camino, entender todas las palabras reveladas por Dios y saber en cada caso cómo actuar.
 
Como los discípulos en el Evangelio: «Ellos le preguntaron: -Maestro, ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?». La misma pregunta que inquieta muchos corazones que buscan respuestas, que quieren descubrir cómo va a actuar Dios en cada momento.
 
Ellos querían saber cuándo dejarán de ser importantes esas piedras maravillosas. Nosotros queremos saber cuándo dejaremos de ser utilizados por Dios. Nos inquieta el futuro, lo que no conocemos, lo que nos da miedo.
 
Hoy nos responde el Señor: «Él contestó: - Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: -Yo soy, o bien: -El momento está cerca; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida. Luego les dijo: - Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo».
 
Los domingos con los que acaba el año litúrgico, antes del comienzo del Adviento, tienen un tinte apocalíptico. Los textos apocalípticos, más que pretender dar datos exactos del futuro, sólo querían darle esperanza al hombre que vivía angustiado ante tantos peligros.
 
Es cierto que el hombre quiere conocer el futuro, saber cómo ha de actuar. Dice el Papa Francisco al respecto: «El espíritu de curiosidad no es un buen espíritu. Es el espíritu de la dispersión, de alejarse de Dios, de hablar demasiado. Jesús nos dice que ese espíritu de curiosidad es mundano y nos lleva a la confusión. No busquéis novedades con esa curiosidad mundana».
 
Nos gustaría recibir mensajes de Dios continuamente para calmar la ansiedad. Mensajes claros de esperanza. Pero, como dice el Padre Kentenich: «Dios exige la entrega total de toda la persona: de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Significa renunciar a una claridad sin nubes, a la seguridad y al amparo terrenales»[2]. Significa aprender a vivir sin seguridades terrenas.
 
Anclados en el cielo, sujetos a Dios, haciéndonos dóciles a la voluntad de Dios como puntualiza el Padre Kentenich: «Ser como una plumita bajo el soplo del Espíritu Santo, una pequeña pluma que reacciona, dócilmente, al menor soplo. Naturalmente ello presupone que la plumilla no esté mojada. Si lo estuviere ofrecerá resistencia al aliento de Dios»[3].
 
Para ello es importante pensar en presente, construir de la mano de Dios y soltarnos, para que Dios pueda llevarnos donde Él quiera.
 
El otro día una persona comentaba: «Siempre me he visto como una hoja caída de un árbol que el viento llevaba donde quería. Ahora quiero que esa misma hoja sea llevada por el viento del Espíritu». Me pareció una imagen muy bonita. Así deberíamos ser todos para acoger sin miedo en el alma el querer de Dios.
 
El Evangelio describe hoy desgracias y persecuciones. La traición, el desprecio, el rechazo de los hombres: «Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía».
 
Es un mensaje duro, incómodo, desconcertante. Soñamos con la vida y el cielo, con la paz y la esperanza. Tenemos miedo de un futuro lleno de desgraciasDios nos dice: «No temas, Yo estoy contigo». Es un lenguaje misterioso y lleno de esperanza.
 
Es lo mismo que le dijo el Ángel a María: «No temas, María», cuando se turbó ante lo desconocido. Lo mismo que le dijeron los ángeles a los pastores, cuando se asustaron por esa presencia que rompía la rutina de su trabajo: «No temáis, os anuncio una gran alegría». Lo mismo que Jesús les dijo a los apóstoles cuando le vieron venir caminando sobre las aguas y pensaban que era un fantasma: «No temáis, soy Yo».
 
Ese «soy Yo» calmó su miedo. No estaban solos frente a la tempestad. Si era Jesús ya no tenían por qué temer. Si Él estaba a su lado ya no había que agobiarse. «Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde», les dice en el Cenáculo cuando la angustia de perder a Jesús y quedarse solos los abruma.
 
Y después de resucitado disipa sus miedos cuando están encerrados por miedo a los judíos. Les muestra sus heridas para que sepan que es Él, que están a salvo, que nunca les va a dejar. Dios nos cuida tanto, nos tiene tanto amor, que nada nos puede pasar. Hoy nos lo recuerda para que no lo olvidemos: «Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá».
 
Es la verdad cotidiana: todos tenemos miedo. Caminamos con miedos. A veces agarrotados por el miedo. Tenemos miedo al futuro, a fallar a los nuestros, al vacío, a la enfermedad, a perder lo que amamos. Tememos no poder mantener a nuestra familia. Tememos la muerte, la soledad, el fracaso, llegar a sentir que la vida no tiene sentido.
 
Sabemos cuáles son los miedos que llevamos en el alma. Los miedos hablan mucho de cómo somos. Pueden ser miedos egoístas o miedos por amor. Es bueno nombrarlos, porque, de alguna forma, se hacen menos oscuros si los reconocemos y los entregamosA veces también contárselos a otra persona nos puede ayudar. Los escribimos y los dejamos a los pies de María en el Santuario.
 
Confiamos, queremos aprender a confiar y a abandonarnos. Saber que Jesús va con nosotros, nos sostiene, nos alienta, nos da la vida. Tal vez no desaparece el miedo, pero se hace más pequeño, menos poderoso.
 
Todos queremos ser felices y por eso tememos no llegar a serlo. Jesús también tuvo miedo. Nos comprende. Sabe lo que es temer al futuro incierto, conoce el miedo al dolor, a perder a sus amigos, a que los suyos no fueran felices.
 
Él sabe cómo es la angustia y las preguntas, la oscuridad y la incertidumbre. Por eso hoy nos dice que ni siquiera es importante preparar la defensa cuando surjan situaciones que nos asustan: «Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro».
 
Nos dará su Espíritu, estará con nosotros, alentará nuestro caminar. Él conoce el anhelo humano de retener los momentos de alegría para que sean eternos. Conoce la nostalgia, la sed de amar, conoce la preocupación y también esa pasión por la vida que siempre sorprende y es nueva.
 
No hay nada humano en nosotros que Él no reconozca como algo propio. No hay nada humano en nosotros que no le importe y que no cargase ya sobre Él camino al Calvario.
 
Él nos espera tal como somos. En Él siempre podemos reposar nuestros miedos, y contarle. Nos comprende. Le pedimos que nos regale su actitud en Getsemaní, en medio de su angustia y de su miedo.
 
Él fue capaz de entregar su vida, de postrarse, de dar un salto de confianza, de decir que sí a la voluntad del Padre. Parece imposible. Cuando parece que Dios no está, que se ha ido, que está ausente, que no existe o que está lejos mirando como espectador, ahí es donde Jesús nos dice que nos sostendrá.
 
Y nos pide que creamos, que confiemos. Decía el Padre Kentenich: «Tenemos que contemplar a Dios a la luz de la fe. Hay que contemplarlo en sí mismo y allí donde Él nos salga al encuentro.
 
En virtud de la luz de la fe podemos mirar a través del hombre como a través de un cristal y vislumbrar en su corazón al Dios Trino. Sólo la luz de la fe da calor y claridad.
 
Todo acontecimiento debe ser visto a la luz de la fe como un regalo y una petición de amor por parte del Padre del cielo»[4]En medio de nuestro agobio, ahí está más que nunca y ahí quiere que nos arrojemos en sus brazos.
 
Nos dice que no tengamos pánico, que saltemos sin temor. Ni uno solo de nuestros cabellos perecerá. Esa frase habla de su cuidado paternal, de su ternura, de su preocupación hasta de lo más pequeño, de lo más cotidiano.
 
En ese momento difícil nos protege, nos cuida. No siempre lo vemos, es verdad. Nos dice que no temamos. ¡Qué alivio escuchar eso! Tantas veces le pedimos que nos solucione la vida, que evite esas situaciones difíciles y nos libre de ellas.
 
No quedaremos libres del sufrimiento, pero lo que sí nos promete Jesús es que estará con nosotros más que nunca y nos dará palabras cuando no sepamos qué decir. Él nos dará esperanza cuando no veamos nada claro. Decía el Papa Francisco: «Esperanza es la virtud del que, experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor».
 
Quiere que no nos agobiemos por tantas cosas que no podemos controlar, nos dice que no nos pasará nada si lo dejamos todo en sus manos, porque Él siempre sacará lo mejor de cada situación. Él sufrirá a nuestro lado, abrazado a nosotros, sosteniéndonos. Sólo Dios es capaz de sacar algo bueno de situaciones difíciles.
 
Hoy nos pide el Señor que perseveremos: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Lucas 21, 5-19. Se trata de perseverar en lo importante, en el amor, en la generosidad, en la escucha de la palabra de Dios.
 
Dios nos necesita, sin nosotros no puede hacer nada. Necesita nuestra pequeñez y nuestra frágil fidelidad. Sabe que estamos llamados a mantenernos firmes en los momentos difíciles, en esos momentos de oscuridad.
 
Sabe que podemos confiar aunque nos duela. Sabe que nuestro dolor es grande muchas veces y nos pedirá permanecer y perseverar. Quiere que estemos ahí, como María al pie de la cruz, firme, orante, herida.
 
Miramos a María en silencio. Ella es la expresión de la fidelidad. Creo que es importante cultivar nuestro jardíninterior para que, en los momentos duros de Getsemaní, el viento no se lleve todo lo que fue importante en los momentos de Tabor.
 
Si nuestra vida no tiene raíces profundas, las cosas se escaparán de nuestro interior cuando menos lo esperemos. A veces las cosas se han pegado tan solo sobre la piel. Por eso es tan importante aprender a cuidar nuestra vida interior. ¿Cómo cuidamos nuestra alma?
 
Esa belleza de la que habla Jesús, que va más allá de lo exterior, de los exvotos y las piedras preciosas del templo, es la belleza de nuestro propio corazón.
 
Siempre he admirado a las personas fieles. A aquellos que perseveran en su camino de amor a lo largo de años. A aquellos que mantienen lo que dicen aunque el sentimiento no siempre les acompañe. A aquellos que están a nuestro lado cuando hay alegría y cuando las cosas son difíciles.
 
Todos hemos experimentado, en el fracaso o en la enfermedad, o cuando nos confundimos y no hacemos las cosas bien, o cuando fallamos y no somos tan buena compañía, que hay personas que se alejan, que se cansan o se decepcionan.
 
Pero también hay otras que permanecen, que están más que nunca a nuestro lado. Eso nos sana, porque reconocemos el amor de verdad, el amor hasta el extremo, el amor generoso, sin condiciones, desinteresado. Un amor que nos habla del amor de Dios.
 
Ese amor sana las heridas. Es el amor probado, el amor purificado, el amor verdadero que se expresa en hechos. El amor acrisolado en la prueba, que permanece con el paso del tiempo. Un amor a prueba de fuego, de catástrofes.
 
Admiro a las personas que mantienen su sí en los momentos de desierto, de sequedad, de dolor. Son personas en las que siempre nos podemos apoyar. Ojalá nosotros seamos así para otros. Una roca firme, sólida, que siempre va a estar ahí.
 
Jesús hoy nos anima a perseverar en el amor. Él siempre está a nuestro lado. Y nos enseña a mantener nuestro sí en la oscuridad. Nunca nos deja. Pase lo que pase, hagamos lo que hagamos. No tenemos que ser exitosos para que nos ame, no tenemos que llevar ante Él todo bien hecho para que nos felicite.
 
Él nos abraza tal como somos y está deseando que le abramos la puerta en el dolor para calmarnos, para que descarguemos todo en Él. Y, en esos momentos, Él será la roca que nos sostendrá y nos ayudará a sostener a otros.



[1] José Kentenich, “Dios presente”. Texto197
[2] José Kentenich, “Dios presente”, 175
[3] José Kentenich, “Dios presente”, Texto 195
[4] José Kentenich, “Niños ante Dios”, 140

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