martes, 21 de mayo de 2013

UNA FAMILIA NORMAL; POR ALFONSO USSÍA.

La Razón



Mucha gente se pregunta de dónde puede salir ese afán de superación que caracteriza al mejor deportista español de todos los tiempos, Rafael Nadal. Su grandeza ante el dolor y su perseverancia contra las adversidades son aún más importantes que su maestría y sus triunfos. Y la respuesta no es complicada. Rafa Nadal es el miembro destacado de una familia normal, entendiendo por lo normal lo anormal, es decir, una familia compacta, unida, armónica y sencilla en la que todos los que la componen son elementos imprescindibles.
No me pierdo un partido de nuestro campeón. Habitualmente, los realizadores de las retransmisiones de tenis dedican de cuando en cuando su atención a los rincones que ocupan los entrenadores y familiares de los tenistas contendientes. Me limito a exponer mi opinión de la compañía de los cuatro tenistas más importantes de la actualidad. Nadal, Djokovic, Federer y Murray. La plena educación está en el entorno del primero. Los Djokovic son explosivos y gesticulantes. Los Federer parecen tranquilos, pero la expresión de ella, la señora de Federer, es lo más parecido que puede haber a una caja registradora. Ella no disfruta ni padece con el tenis majestuoso de su marido, sino con el cálculo de las ganancias o pérdidas, lo cual acepto, pero no aplaudo. Y la familia de Murray es excesivamente distante. La madre parece recién rescatada de un museo de cera, y la novia, más tórrida en sus reacciones, es la viva expresión del amor decepcionado. En la cancha, Rafa Nadal representa la seriedad absoluta, el respeto y el señorío. Mucho de eso tenía Manolo Santana. Djokovic es el único que se permite el lujo de alguna broma, pero también de protagonizar momentos de manifiesta antideportividad. No obstante, su tenis es grandioso, y en su vertiente zafia no alcanza a John Mc Enroe, que de tan irascible y faltón caía simpático. Y Murray, seco y melancólico, es como una elegante hoja de un árbol en permanente otoño. Y si siente la primavera cuando mira a su novia, aparece la madre y el otoño retorna.
En el palco de Rafael están sus padres, a los que nunca he visto perder las formas. Su tío Toni, entrenador, oportuno, deportivo, y siempre en su sitio. En las grandes finales también ocupa un asiento su tío, el que fuera gran defensa del Mallorca y del «Barça», y aunque parezca que aprovecho que el Pisuerga pasa por Valladolid, uno de los pocos futbolistas del Barcelona por el que jamás sentí aversión. Y están Cisca, la novia, que es la novia que todos querrían tener como novia, atractiva, sencilla y discreta, y su hermana, una rubia muy guapa que sabe comerse su sufrimiento mientras su hermano pierde y su alegría cuando triunfa. Si en España se instituyese un Premio a la Buena Educación Familiar, en la primera edición la familia premiada no podría ser otra que la Nadal. Y de ahí, de la normalidad nada normal, de la armonía, del respeto, del trabajo y de la buena cuna, surge el genio en la cancha y el hombre en la vida que nos regala el ejemplo diario de su naturalidad.
Seriedad en la pista nada tiene que ver con distancia y antipatía. El tenis de hogaño es menos cordial que el de antaño. Pietrángeli corrió y saltó la red para abrazar a Santana cuando éste le ganó la final de París. Manolo es íntimo amigo de Emerson, de Rod Laver, e incluso de Fred Stolle, al que no venció nunca. Nadal, terminada la faena, gane o pierda, agradece a todos su colaboración, y soporta con una sonrisa los inconvenientes del ídolo. El mío, lo es. Y su familia, de la que me siento muy orgulloso como español.

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