sábado, 11 de mayo de 2013

LA MEMORIA HISTÓRICA; POR LUIS SUÁREZ.

La Razón


Ha sido una sorpresa para muchos historiadores que se establezca, por ley, una memoria del pasado histórico. Habría sido preferible llamarla memoria política puesto que se trata de un juicio de valor al que todos debemos someternos, so pena de incurrir en delito, es decir, desobediencia de la Ley. Un síntoma de absolutismo por parte del Estado. Ahí están los precedente. Bien; está ahí. Pero en esa memoria del pasado pueden y deben descubrirse muchas cosas. ¿Por qué no poner el acento sobre las que salieron bien? De este modo podríamos conseguir un juicio más correcto y una ayuda patrimonial mejor para la construcción del futuro. No es lícito olvidar lo que aquella generación que salió de la Guerra Civil, viniendo de ambos lados, hubo de trabajar hasta conseguir superar los daños, inevitables en una contienda de este tipo.
La gran fortuna de esa generación estuvo en los grandes maestros que servían de referencia y de guía. Allí estaba don Ramón Menéndez Pidal, que dirigió esa voluminosa historia que nos sirve de guía. Y Ortega y Gasset, uno de los mejores y mayores filósofos, y Marañón, vueltos del exilio como don Ángel Herrera. Y el gran jurista Barcia Trelles, que puso en guardia frente al nazismo. Y desde luego, Pedro Laín, Jose Antonio Maravalla, Julián Marías y tantos otros que harían la lista interminable. A ellos acudía la nueva generación madurando en la búsqueda de soluciones, trabajando para construir ese futuro en que no debían quedar los rescoldos del odio. Y así lo consiguieron. Veamos aspectos positivos. Yo recomendaría especialmente que se insistiera en la búsqueda de aquellas acciones eficaces, sin hacer distinción entre bandos políticos. El pasado debe entenderse tal y como fue.
En primer término se logró e1 restablecimiento de la Iglesia católica, una de las grandes víctimas. Pero no se retrocedió al sistema de patronato que la vinculaba a la Monarquía. El nuevo concordato daba a la Iglesia misma, desde la jerarquía hasta el Vaticano, libertad para la selección de obispos. Y al mismo tiempo abría las puertas a la libertad religiosa, es decir, reconocimiento del derecho que la persona tiene de rendir acatamiento a Dios desde su propia fe. Fue largo y duro el camino pero al final se consiguió: sinagogas y centros evangélicos se vieron protegidos por la Ley. La presencia de la Iglesia ayudó a otros dos logros. España no cayó en las afiladas garras de los dos totalitarismos. Y defendió el orden moral. Con mucha más eficacia que ahora.
Por esta causa también nos libramos de los terribles horrores del antisemitismo. Se abrieron las fronteras para que un número impreciso de judíos pudiera escapar de la tormenta. No se devolvió a nadie. Pero además, valiéndose de un decreto de Alfonso XIII, e1 Gobierno español otorgo a los sefardíes documentación española y de este modo salvó, según e1 Moshav, a 46.000 personas. Hubo que contratar trenes para traer a muchas de ellas a España. No fue la iniciativa de los diplomáticos, sino que las órdenes partieron del Gobierno.
Se devolvió a las Universidades su papel director, librándolas de influencias políticas y haciendo posible que en sus cuadros de profesores dejara de preguntarse por las preferencias políticas. Y, con ello, la Junta de Ampliación de Estudios, continuada, pudo convertirse en un Consejo Superior de Investigaciones Científicas que hacía acto de presencia en todos los distritos universitarios y en todas las ramas del saber. Nos libramos de la guerra mundial, superando las ansias de algunos por subirse al tren de la victoria que se anunciaba. Muchos de aquella generación debemos la vida a esa bendita neutralidad. La paz significaba también una conquista: guerra y violencia eran calificadas de un mal que debía evitarse. Y así se creó ese nuevo espíritu que ojalá hubiera podido mantenerse: las opiniones y sentimientos políticos están por debajo de la filantropía. En esto coincidían casi todos los miembros de aquella generación que trataba de superar la dureza de unas condiciones.
También batalló contra las represalias, siempre injustas, y tuvo la sensación de haberlo conseguido. Que Vicente Rojo, héroe del Ebro, regresara a España y se le asignara pensión de general es un dato a tener en cuenta. Año tras año las reliquias de aquella contienda se iban apagando gracias al trabajo tenaz de dos generaciones que reconstruyeron la economía y consiguieron llegar a unas cifras mínimas –hoy nos resultan increíbles– en el paro. Nunca estuvo España tan cerca del pleno empleo. Y los economistas –yo recuerdo a Fuentes Quintana de manera especial– por medio de una operación de rescate, estabilización y luego del desarrollo, consiguieron situar a España en un sexto puesto mundial que nunca se habría considerado posible.
Por eso desde 1959 pudo ponerse en marcha la transición hacia nuevas formas políticas que asegurasen la salida del autoritarismo. Todo el mundo apoyaba a la Monarquía, Como hoy sigue haciendo la mayoría de los españoles ya que esa forma de Estado es capaz de garantizar la paz «para todos» y no sólo para los de un bando. Aún recuerdo la emoción de aquel día de verano de 1969 en que cumplimos en las Cortes el precepto histórico de reconocer la legitimidad del Rey. Yo me sentía entre los convencidos de que se había superado una etapa dura y se emprendía la marcha hacia el futuro. Ahí está, si les parece bien, «mi memoria histórica». Es un recuerdo nostálgico y no otra cosa. Pero hoy todo el mundo se ve obligado a admitir que la Transición, iniciada en 1959 y no en 1975, debe considerarse ejemplar.

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