viernes, 9 de noviembre de 2012

EN DEFENSA DEL MATRIMONIO.

La Gaceta


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  • EDITORIAL
    En defensa del matrimonio
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  • La sentencia del TC sobre el autodenominado matrimonio homosexual presenta consecuencias que afectan de manera decisiva al concepto mismo de nuestra civilización. Por eso es preciso sostener el debate con independencia de las decisiones de cualquier tribunal.
    Lo que está en juego no es una cuestión de libertad sexual o afectiva, ni tampoco la valoración antropológica o moral que pueda merecer la homosexualidad. Aún menos relevantes son, en este caso, las consideraciones de carácter político o partidista. El auténtico núcleo del presente debate es la función del matrimonio como columna vertebral de la sociedad y como garantía de su continuidad a lo largo de las generaciones. Nada menos que eso. Por tanto, estamos hablando de una cuestión capital para la supervivencia de la humanidad civilizada.
    Desde la noche de los tiempos el matrimonio define específica y exclusivamente a la asociación formal de un hombre y una mujer con la finalidad de procrear. Esa asociación garantiza por sí misma la supervivencia de las comunidades humanas. Por eso el matrimonio ha sido objeto de protección jurídica desde que hay Derecho.
    El Derecho protege al matrimonio, pero no lo crea ni lo funda. El matrimonio, como hecho de civilización, es previo al Derecho: es una realidad natural que descansa sobre el instinto de conservación de la especie y que en las sociedades humanas, precisamente por ser humanas, transforma tal instinto en un proyecto consciente de supervivencia comunitaria.
    La familia articulada en torno al matrimonio no es sólo una instancia de reproducción biológica, sino también una institución de reproducción cultural donde se transmite a la generación siguiente el acervo de saberes y usos de una comunidad. Por eso el matrimonio es imprescindible para la continuidad de la civilización.
    El matrimonio requiere inexcusablemente el concurso de una mujer y un hombre. Primero, porque sólo una mujer y un hombre pueden procrear. Además, porque en el seno de la familia construida por una mujer y un hombre se reproduce la realidad general de la condición humana, igualmente compuesta por mujeres y hombres. Por eso cualquier sociedad que desee sobrevivir debe preservar la dignidad del matrimonio.
    Por la misma razón, jamás civilización alguna ha concedido a las uniones homosexuales la definición de “matrimonio”: sencillamente, una unión homosexual, por su propia naturaleza, no puede asumir la procreación como objetivo. Desde el punto de vista jurídico será posible regular la eventual aparición de derechos económicos o sociales emanados de esta u otras formas de convivencia, pero eso en ningún caso cabe bajo el concepto objetivo de matrimonio: es otra cosa y por tanto debe ser llamada de otra manera.
    De idéntico modo, carece de sentido considerar el matrimonio como un derecho derivado de una condición sexual concreta. La naturaleza del matrimonio es esencialmente social, no individual: convierte la voluntad individual del hombre y la mujer en un compromiso social que se llama familia. Es una realidad de orden distinto a las inclinaciones sexuales o afectivas.
    Tan importante es la función del matrimonio, que todas las religiones conceden una relevancia eminente a la unión de un hombre y una mujer. Desde este punto de vista espiritual, el matrimonio es la manifestación física del orden de la creación. En religiones como la católica se reviste de la dignidad de sacramento. Este es un aspecto que el debate no puede dejar de lado, aunque no sea imprescindible para entender la importancia del matrimonio.
    Siendo así las cosas, la implantación del denominado matrimonio homosexual parece no tener otro objetivo que debilitar la solidez de la institución matrimonial. Si cualquier cosa puede ser “matrimonio”, entonces el matrimonio deja de significar algo concreto. No puede extrañar que esta reforma legal haya venido acompañada de otras que debilitan el vínculo entre los esposos, como el llamado “divorcio exprés”, o que arrancan a los padres la formación moral de los hijos. Es evidente que estamos ante un proyecto consciente de destrucción de la familia natural. Lo cual a medio plazo significa el suicidio de la civilización.
    La destrucción del matrimonio natural y del concepto de familia es intrínsecamente negativa porque contradice la naturaleza humana y porque, además, abandona a la persona a la arbitraria voluntad del poder. Si desaparecen todas las instancias intermedias entre el poder y la persona, no le quepa duda a nadie de que seremos menos libres y de que la dignidad humana pasará a depender del capricho de un legislador.

    Como hablamos de una institución fundamental en la construcción de la civilización, el debate supera con mucho la voluntad episódica de un legislador. Las realidades de carácter antropológico pueden ser reguladas de una u otra manera, pero no pueden ser alteradas ni rectificadas so pena de caer en el absurdo. La Historia ofrece abundantes ejemplos de gobernantes ensoberbecidos hasta el extremo de querer legislar sobre la naturaleza. En esos casos la recta razón debe pesar más que las leyes.
    Hay que exigir a los poderes públicos y a los representantes de los ciudadanos que emprendan una reflexión urgente sobre las consecuencias de este nuevo horizonte legal. Esta reflexión compete de manera especial a quienes se han atribuido la representación de aquellos sectores sociales que defienden a la familia y al matrimonio. El silencio o la pasividad del poder sobre este punto es un preocupante indicio de incompetencia para entender dónde están las cosas verdaderamente importantes.
    Desde estas páginas defenderemos sin tregua la auténtica realidad natural y cultural del matrimonio, sustentada en una tradición milenaria y en muchos siglos de reflexión filosófica y moral. Por amor a la libertad y a la dignidad humanas, y por la conciencia de que estamos ante una batalla decisiva para la supervivencia de nuestro país y de nuestra cultura.

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