domingo, 8 de abril de 2012

LLANTOS; POR ALFONSO USSÍA.

La razón



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Llantos; por Alfonso Ussía
Diccionario Inteligente
7 Abril 12 - - Alfonso Ussía
La Semana Santa –para los laicistas «período vacacional de primavera»– (hay que ser cursis), no ha perdido devoción con los tiempos, pero sí se ha hecho más flexible y tolerante. El Jueves Santo asistí a los Oficios en la parroquia de Comillas, y no cabía un alfiler. Para mí, que la Semana Santa la lleva cada uno en su conciencia y no en las normas establecidas, como antaño. Cuando yo era joven, por aquello de los ancestros andaluces por vía de mi madre, todos los hermanos vestíamos de riguroso luto durante el Viernes Santo. En Madrid no se estilaba la costumbre del luto, y cuando salía con mis hermanos a la calle de Velázquez a dar un paseo, la gente nos daba el pésame. Especial importancia tenía el sermón de «Las Siete palabras» del padre Laburu, un jesuita vasco, gran dominador del concepto y su hondura, que nos ponía a todos con un nudo en la garganta. El padre Laburu era también Doctor en Medicina y explicaba la agonía de Nuestro Señor desde la mística, la emoción y la ciencia, combinación que facilitaba sollozos desgarrados. Lo decía una vieja parienta, con sus gafas oscuras simulando la irritación que procuran las lágrimas. «¡Qué maravilla. Cómo he disfrutado. He llorado una barbaridad!». 

He llegado a la conclusión de que para muchas personas llorar es divertido. Hay por ahí una película tremenda de la que es protagonista Anthony Hopkins, que es la síntesis de todas las desgracias reunidas. Es profesor, adora a su mujer, que tiene un hijo de su primer matrimonio, y ella enferma sin solución positiva. El plazo de vida es menguado y él recorre con ella todos los paisajes compartidos, sus campiñas perdidas, sus valles dibujados. La ciencia no se equivoca y ella fallece. El profesor queda al cuidado de su dolor y del hijo de su ser amado. Tanto uno como el otro son de tragarse emociones y lágrimas –síntoma de buena educación–, pero al final los sentimientos superan por tanto sus emociones, que la buena educación queda olvidada y se abrazan con fuerza llorando sin prudencia ni cautela. Tengo que reconocer que la primera vez que vi esta tremenda película uní mis lágrimas a las del profesor y el niño, pero no disfruté. No me divirtió en absoluto aquella cadena de dolores magistralmente narrada y filmada. Y no he vuelto a someterme a la tragedia de repetir la experiencia. Pero tengo unas primas que se reúnen dos veces al año para verla de nuevo y llorar. «Lo pasamos estupendamente. Nos pasamos llorando toda la película».

Llorar es inevitable cuando la emoción aprieta, pero también para llorar hay que echar mano de la cortesía. En un dolorosísimo trance muy reciente –y me refiero al fallecimiento de Antonio Mingote–, su mujer, Isabel, que llevaba unida a Antonio cuatro decenios, con sus risas y con sus lágrimas, demostró su buena educación. 
Observé sus gestos y sus reacciones, que fueron de profundo dolor controlado. Decía mi padre, muy norteño de carácter, que dominar la explosión de la tristeza no es otra cosa que un detalle de cortesía con los demás. Adviértase la facilidad que tienen los folclóricos y pedorruelos de la famosidad para el llanto en público. Unas lágrimas bien mostradas con entereza son siempre majestuosas, porque la tristeza cuando es alta y cierta es como la nube que roza los dominios de Dios. Pero no el jipido. Y menos aún la diversión. De cuando en cuando he sonreído viendo esas escenas de los platós televisivos en los que una mujer y un hombre que no se han visto en toda la vida y resultan ser hermanos se reencuentran y lloran a moco tendido. Resulta espeluznante. Las lágrimas no son controlables. El resto de las manifestaciones, sí. El que mucho llora en público y cuando hay fotógrafos de por medio con más desmedida es como el que se muestra excesivamente cariñoso y abrazador con aquellos que le importan un pito. 

Conozco grandes abrazadores profesionales que palmotean con frenesí la espalda del abrazado perplejo que se apercibe con retraso  que no conoce para nada al abrazador. En los concursos de televisión se frecuenta, con excesiva reiteración, el regodeo en el abrazo y el llanto feliz. Sucede cuando la pareja que concursa gana. Y se ponen a llorar. 

Ignoro por qué escribo de estas cosas en este Domingo de Resurrección, que es día de alegría. Aunque este año las circunstancias han cambiado. Jesús ha resucitado, que es lo fundamental, pero Curro Romero no torea en la Maestranza, que también tiene su importancia. Quizá se deba a la acumulación de melancolías que esta Semana Santa me ha rodeado, y el intento, agotador, de simular la tristeza. Gracias a ese cansancio he conseguido hacer más felices a los que me rodean, y eso también cuenta.
Llorar en público no es ejemplar y menos aún, divertido. Me parece que he conseguido llenar mi espacio. Feliz Pascua florida, con esa primavera que dibujó Antonio con un individuo sombrío y amargado rodeado de flores. «Primavera, primavera...¡Todos los años la misma lata!».
 

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