lunes, 9 de abril de 2012

EL AFORTUNADO BUEN LADRÓN.





San Dimas, el único santo canonizado por Cristo
El afortunado Buen ladrón
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino», dijo Dimas, el ladrón, crucificado junto a Él, que le suplica. Sólo nueve palabras bastaron para salvarle: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Alfredo Amestoy escribe esta meditación en el Viernes Santo, en torno al momento más compasivo de la Pasión

Crucifixión y santos (detalle del Buen
Ladrón), de Fra Angélico. Convento
de San Marcos, Florencia
Quizás el Buen ladrón no fue el primer redimido. La Redención fue el gesto divino y la gesta gloriosa que redimía, en ese histórico momento de la expiración de Cristo, en el instante de la muerte de Dios hecho hombre, a todo el género humano. En este caso, no es hipérbole hablar de toda la Humanidad; de todos los nacidos y por nacer, desde Adán hasta la última criatura que llegue al mundo en el último minuto de la Historia y que precederá a la convocatoria del Juicio Final.
Hablar de las Postrimerías se considera escatología y no está bien visto en estos tiempos. Los Novísimos, si es que alguna vez se mencionan hoy en los medios, se ven como algo relacionado con el esoterismo y más próximo al Tarot que al Catecismo. ¿Catecismo? ¿Qué es eso?
Pero las Postrimerías, los cuatro Novísimos: muerte, juicio, infierno y gloria, se contienen y están expresados en ese minuto, en mi opinión, uno de los más trascendentes de esa hora del Gólgota, que precede a la muerte del Redentor y donde, a través de las Siete Palabras, la cristiandad ha creído oír el Testamento divino y ha querido ver las claves de su fe.
El juicio de Cristo
Qué decir del En tus manos encomiendo mi espíritu, última palabra, última voluntad, resumen y corolario no sólo del misterio de la Redención, sino también del misterio de la Santísima Trinidad. O del sublime Perdónalos, porque no saben lo que hacen..., donde, a mi juicio, se anticipa la clave de lo que va a ser la clemencia del perdón y la razón de la piedad, una conmiseración que Dios nos concederá por nuestra ignorancia o por nuestra estulticia, o, quizás, por nuestra mala cabeza.
¿Qué relación cabe observar entre el perdón de Pérdonalos y la absolución y la salvación-santificación del Buen ladrón? Hay relación; pero, más acusada, hay diferencia. Posiblemente, en el Perdónalos, dirigido a quienes habían tramado, y ahora ejecutaban su muerte, hay una sentencia exculpatoria de un crimen de lesa divinidad, un atisbo dejuicio universal, de juicio a toda la Humanidad...Mientras tanto, en la promesa a Dimas, hay, más que perdón,indulgencia; la más plenaria de las indulgencias. No hay purgatorio; como no ha habido ni siquiera la prueba que todos habremos de sufrir del juicio particular.
Hay juicio, naturalmente, y está claro, desde nuestro humilde punto de vista, que Cristo, en ese acto -seguro que nada fortuito, ya dijo Einstein que Dios no juega a los dados-, quiso conjugar el valor de los Novísimos, en el escenario más excelso de la muerte. Hubo muerte, la muerte que precedió a la Resurrección, pero la Muerte por antonomasia. Hubo juicio. Cristo juzgó; no condenando de forma expresa a nadie, pero sí salvando a sólo uno de los dos que tenían la posibilidad de merecer su compasión. Y hubo explícita distinción entre infierno y paraíso, sin plantear el infierno como castigo ni el cielo como premio futuro o lejana promesa. «Hoy, estarás conmigo en el paraíso». Hoy, no el día de mañanaConmigo; no con Moisés o con Elías, que es como Dimas lo hubiera entendido mejor.
Y es que el Buen ladrón se había ganado el cielo cuando se enfrentó al otro malhechor que, blasfemo, injuriaba a Cristo, reprochándole que, si era el Mesías, se salvara y les salvara a ellos. Dimas le contesta a su compañero malhechor: «Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio», transcribe Lucas, que es quien mejor relata el pasaje. Este evangelista es el que muestra especial interés en destacar la actitud de Dimas y su conversión.
La promesa de la resurrección
Hay otra conversión, pero menos meritoria que es la del Centurión, que, secundado por los soldados que han montado guardia durante la crucifixión, exclama: «Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios». Lo dice a la hora nona, una vez que, con el último suspiro de Cristo, la tierra temblara, el sol se eclipsase y se partiera en dos el velo del templo. Ya no tenía tanto valor ese reconocimiento que de su compañero de crucifixión había tenido el Buen ladrón .
Dimas destaca, al margen de esa presencia maternal y apostólica, casi sacramental, de María y de Juan, sobre el resto de personajes del Calvario. Por designio divino, es escogido para una importante Teofanía, para una decisiva manifestación de Dios. Son figuras emblemáticas la Verónica y Simón, el Cireneo, ambos con estaciones dedicadas a sus personas en el Vía Crucis, y, en el caso de Verónica, santa venerada y que inspira gran ternura y devoción. ¿Cuál es la teofanía que Dios ha otorgado a Dimas? Nada menos que la promesa de, tras la muerte, la resurrección; una resurrección perfectamente integrada, sincronizada con el acceso al paraíso. Esa posibilidad a nuestro alcance de que un alma sin pecado resucite y, simultáneamente, entre en la gloria, se formula con nitidez en las palabras que Cristo dirige a Dimas, al Buen ladrón. Y cobra un valor trascendental al sugerirnos que se pueda obtener por remisión, benevolencia y gracia divina..
En el Cristo del pintor Pedro de Orrente, que se contempla en el Museo del Prado, es quizás donde más protagonismo se ha concedido al Buen ladrón y más comunicación se evidencia entre Dimas y Cristo. En estaCrucifixión de Orrente, podemos distinguir un Cristo mucho más tenso, moribundo, pero más vivo, quizás por ser más doliente.
El poema del Buen ladrón

Cristo crucificado, de Pedro de Orrente.
Museo del Prado, Madrid
A este Crucificado al que se dirige el Buen ladrón que pintó Pedro de Orrente, le puede pertenecer mejor que a los sublimes e inigualables de Velázquez, de El Greco, de Goya o de Dalí, el poema que, sin tener el contenido teológico del famoso de Unamuno, o el eco de la saeta machadiana al Cristo de los Gitanos, que tan bien canta Serrat, otro poema bien arraigado en el fervor popular con cuyos versos en los labios nos consta han muerto muchos españoles. Es el poema anónimo, aunque atribuido por algunos a san Francisco Javier, nacido como el pintor murciano, en el siglo XVI.
El poema podría haber sido la contestación del Buen ladrón a Cristo, tras su promesa en la Cruz de que hoy iba a estar con Él en el paraíso...:
«No me mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido,/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una cruz y escarnecido,/ muéveme ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,/ que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,/ y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,/ pues aunque lo que espero no esperara,/ lo mismo que te quiero te quisiera».
Son pequeñas palabras de tierna compasión en el grandioso, cósmico, estremecimiento de la Pasión. Y, a lo mejor, son anónimas, no las ha dicho nadie conocido. Pero las hubiera firmado Teresa o Juan de la Cruz, o Dimas, el Buen ladrón, el único santo canonizado por Cristo, incluso antes de morir. Nadie le aventaja en esa premura. San Antonio de Padua, el mortal que antes logró la canonización, hubo de esperar más de un año para subir a los altares. Bien mirado para el mejor ascenso, para alcanzar el cielo, no era mal camino el de acompañar a Dios en el Calvario y hablar con Él momentos antes de morir de cruz a cruzcara a cara.
Alfredo Amestoy

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